Por Arturo Zárate Ruiz
Espero no escandalizar por no acordarme de los cursos en sí de muchos maestros míos. Quizás algún lector me comprenda: de lo que tengo memoria es de cómo percibí a mis profes, no de lo que justo dijeron en el salón de clase.
No es que no haya aprendido nada en la escuela. Creo que quedó algo. Pero no me acuerdo de lo que oí en cada clase en particular, ni de cuándo, ni de quién me lo enseñó. Y no es que sufra demencia senil, pues sí me acuerdo, y mucho, de cómo percibí a quienes me enseñaron.
De hecho, muchos compañeros míos de lo que se acuerdan también es del profe tal y del profe cual, no de su instrucción precisa.
No se nos olvidan los apodos. “El Punto y Coma” cojeaba. “La Polla” y “la Momia” lo eran por su semblante. “La Mamá de Caruso” no sólo cantaba, era vieja. “La Probeta” era alta, flaca y de profesión química. “El Chiquilín” era un gigantón de dos metros. “La Riata”, se llamaba Rita y destacaba por su severidad. Habían también unas hermanitas: eran “La Recta”, “La Curva”, y “La Mixta” por su constitución corporal. Incluso había el profe “Uuuuu” por sus pelos parados. Una maestra no podíamos describirla con apodos pues ninguno bastaba: era guapísima. Y sin tener apodo, otro nos caía mal porque se creía muy hermoso.
Esto más bien pertenece a las anécdotas, de las que nos acordamos mucho. Un profe, por ganar la simpatía de mocosos, nos preguntaba si nos gustaba la geografía mientras hacía un gesto vulgar. Otro lloró porque le impedimos dar su clase. Uno más nos hizo correr alrededor de una cancha de baloncesto mientras nos castigaba con cintarazos (debimos haber hecho algo muy muy malo). Una, así pensamos, se enamoraba platónicamente de algún alumno, le escribía versos, y éste se corría de la vergüenza. Una más reprobó a todos tras el robo del examen para poder pasarlo. Otra, a cargo de la cafetería, rellenaba con sobras de refresco envases vacíos para ganar más. A un subdirector lo pillaron con mujeres del talón. No los “muy hombres”, sino un profe amanerado puso en su lugar a alumnos terroristas, y pudo así finalmente impartir un curso. Uno nos paseó en la cárcel para asustarnos y tal vez convencernos de portarnos bien. A otro lo acompañamos en su duelo tras la muerte de su hija. Uno guardaba un hueso de mastodonte que encontró a la orilla del río. No pocos maestros se enorgullecían por combatir la “superstición católica”, por estar en el “lado correcto de la historia” y por atisbar la ya próxima redención proletaria tras la revolución y el imperio de la “ciencia”. Los hubo golpeados por estudiantes reprobados; expulsados de la escuela por enredarse con alguna alumna; desaparecidos tras publicar una investigación científica que en aquel tiempo no toleraba la Secretaría de Gobernación.
A quienes les guardo más cariño los recuerdo no por sus ideas. Uno tenía un gusto artístico amargo. Prefería las obras existencialistas y del sinsentido. Para otros, todo debía ser sentimiento, es más, “sentimiento juarista”. Había uno con preferencias políticas rarísimas, al menos aquí en México: era monárquico, y añoraba el gobierno de algún rey con sangre azul y elegido por Dios mismo. Uno más comulgaba con filosofías de la ciencia que considero pobres: el neopositivismo. De otro detesté su pedagogía: competir, competir, competir y sólo poder tener cada alumno mejor calificación de equivocarse el rival. Tuve maestros con aficiones muy peculiares, pero no interesantes para mí: coleccionar vestidos antiguos.
Les guardo más bien cariño por los gestos de bondad que me ofrecieron, por ejemplo, platicar conmigo no de la clase sino de cualquier cosa, o aun compartir la mesa. Me expresaban así menos su aprecio como su alumno que importarles como persona. El maestro a quien más recordaba papá fue quien lo convenció de irse a estudiar la prepa y luego la universidad. Le importaba ayudarle a salir adelante.
De aquí saco dos recomendaciones no sólo para los profes, sino para todos:
No hagamos ni aun una cosa que parece mala porque marcará nuestra reputación. Inclusive al restaurante más limpio le basta una cucaracha para ser tachado de asqueroso.
Se nos querrá finalmente no tanto por lo que prediquemos sino por nuestros gestos de bondad, de amor.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de octubre de 2021 No. 1369