Por Tomás de Híjar Ornelas

Cuando se decidió habilitar la Columna de la Independencia para convertirlo en un mausoleo, un diplomático extranjero le preguntó al presidente Plutarco Elías Calles por qué no se introdujeron los restos de Iturbide, aquel contestó: “Dejémoslo estar entre aquellos que pertenecía”. José Gutiérrez Casillas

Como soy de los que piensa que mientras sigamos cicateando el título de Padre de la Patria a Agustín de Iturbide nos seguiremos sintiendo hijos de riego y no de temporal, hoy, que se cumplen 200 años de la hazaña que él consumó, la independencia de México,

para no ser etiquetado como ‘conservador’ ni menos todavía de ‘liberal’, apelo al análisis iconográfico de una obra de arte que pintó en 1912 José Aurelio Casas Bañuelos (Jerez, Zac., 1882 – Cd. de México, 1959), pintor supremo que luego de concluir con mucho éxito sus estudios en la Academia de San Carlos (participó en la exposición del Centenario de 1910), terminó abrazando el estado eclesiástico.

El cuadro, que hoy pende en el recibidor de una de sus sobrinas y donde lo he visto muchas veces pudiéramos intitularlo ‘Responso’ porque eso dice el cura de sotana, roquete y estola negra con la vista clavada en su ritual y teniendo a la derecha a un monaguillo con acetre e hisopo.

Otro niño con atuendo idéntico al de su compañero anota las intenciones de los fieles allí congregados, sirviéndole de escritorio una mesa cubierta con un rico paño y ornada con un crucifijo entre candeleros y una calavera.

Lo que no sabríamos si no se nos lo explica es que el escenario es la capilla de San Felipe de Jesús –de la que vemos el ángulo donde su retablo se une al muro donde está la urna marmórea con los despojos de Agustín de Iturbide–, y menos todavía, que a la vuelta de muchos años a sus pies serían colocados los restos mortales de José Vasconcelos (1959), que nació y murió en los años de la vida del pintor.

De esa forma, por demás velada en una época turbia para el destino de México, el de la fallida gestión presidencial de Francisco I. Madero, el pintor zacatecano dejó en clave algo que hoy, a la vuelta de algo más de un siglo y al calor del bicentenario de la independencia de México, sigue siendo una herida –pero también un tributo–, a quien dio vida para edificar lo que hoy es México bajo la modalidad de Imperio Mexicano, pero bajo la forma moderna de monarquía constitucional.

¿Qué le debe, pues, México a Iturbide? Que consumara la emancipación sin “la deformidad de guerra civil que había tenido nueve años” (Francisco Bulnes). ¿Con qué le ha correspondido a su progenitor? Con un ostracismo vergonzante que no han sufrido sus homólogos libertadores en el Cono Sur (Bolívar, Sucre y San Martín).

Empero, tengo para mí, a la postre la frase que usa de epígrafe este columna y que me puso a la vista don José Antonio Jiménez Díaz, tomada del libro Papeles de don Agustín de Iturbide: documentos hallados recientemente (1977), de don José Gutiérrez Casillas, S.J., tiene algo más que ironía respecto a los despojos mortales (auténticos o no) que hoy descansan en la Columna de la Independencia de los de Iturbide, el Padre de la Patria, pese a quien lo siga desconociendo, y ocupan el mejor espacio para descansar en paz en espera de la resurrección de la carne.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de octubre de 2021 No. 1369

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