Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

No hay religión que honre a la “carne”, es decir, al ser humano como el cristianismo. En la misa de los domingos tenemos la oportunidad de hacer la profesión de fe católica recitando el credo.

Allí afirmamos que “esperamos la resurrección de la carne y la vida eterna”. Ésta, como todas las fórmulas, incluidas las de nuestra fe, suelen repetirse sin atender demasiado a su contenido.

No tocan la realidad y, aunque no la nieguen, simplemente no afectan la vida. Tratándose aquí de nuestro ser y destino final, esto equivale a perder el sentido y valor de nuestra vida cristiana. Negar la “vida eterna” es restar valor a la temporal, y rechazar la “resurrección de la carne”, es aceptar la nada como destino final.

Para medir el peso de este olvido tomemos las advertencias de san Pablo a los corintios: Si Cristo no resucitó, no hay resurrección de los muertos; la fe de ustedes es ilusoria, sus pecados no han sido perdonados, y los que murieron como cristianos perecieron para siempre. Indicios no nos faltan que bordeamos este desfiladero, como parecen indicarlo los siguientes hechos:

Confundimos la solemnidad de “Todos los Santos”, gloriosos vencedores en el cielo, con la conmemoración de “Todos los Fieles Difuntos”. Más nos impactan religiosamente las “ánimas” de los muertos que los vivos gloriosos, destinados a la resurrección corporal. Comprensible. La muerte es algo que nos afecta profundamente: Cristo lloró por su difunto amigo Lázaro pero le prometió a su hermana Marta la resurrección aunque oliera mal. De la resurrección, en cambio, ninguno tiene experiencia personal. No se prueba en el laboratorio sino en el misterio de Dios.

Si observamos más de cerca cómo solemos celebrar popularmente estas festividades, los signos de muerte abundan, y escasean los de vida: calaveras, huesos, y “de muerto” son las flores, el altar, el pan, las ofrendas, los recuerdos del difunto y el gusto de los vivos. No faltan también las plegarias, los arrepentimientos y desde luego los altos valores humanos y religiosos que allí se esconden, merecedores de respeto y veneración. Son parte de nuestro sustrato cultural y religioso, pero está ausente lo específicamente cristiano: La resurrección. El encuentro vivo con Cristo resucitado. Experiencia que vivieron Pedro, Santiago y Juan en la transfiguración de Jesús en el Tabor, y no querían separarse de allí. Lo que llamamos “resurrección” es este encuentro y abrazo gozoso con Cristo glorioso que nos colmará de felicidad.

La Iglesia venera y respeta los cuerpos de los difuntos no sólo como humanos sino como hijos de Dios, miembros de Cristo y templos del Espíritu Santo. Fuimos consagrados, desde el bautismo, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo y alimentados con el cuerpo de Cristo, la semilla de nuestra resurrección.

Cristo resucitado se apareció a san Pedro y a los Doce apóstoles y les ordenó dar testimonio de su resurrección para obtener el perdón de los pecados. El destino final consistirá en estar todos con el Señor. Con nuestros seres queridos, por supuesto. Por eso oramos y los asociamos a la muerte y resurrección de Cristo. Aún en el rincón del hospital ningún cristiano muere sólo, sino con el Señor, y con los hermanos que rezan por él. La misa dominical tiene esta fuerza expansiva que nos transforma y eleva por la fe en Cristo hasta el trono de Dios. Por eso, la Iglesia, enterrando los cuerpos de los fieles difuntos y orando por ellos, confirma su fe en la resurrección de la carne, y pone de relieve la alta dignidad del cuerpo humano con quien Cristo quiso compartir su destino glorioso.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de octubre de 2021 No. 1371

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