Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Aunque la muerte, siempre acecha, en estos tiempos de pandemia, su presencia se hace evidente. Separaciones dolorosas e inesperadas, aumentan la tristeza y desgarran el alma. En el horizonte de la vida se ausentan contra voluntad, los seres queridos y entrañables. Algo nuestro se llevan consigo, algo de ellos nos acompaña y se queda con nosotros. Su recuerdo inmediato arranca la pena traducida en lágrimas. El tiempo desgranado en horas, se hace interminable e inaguantable. El lamento se esconde en lo profundo del corazón que no puede ser silenciado.
La muerte impensable y lejana, se hace pensamiento y cercanía; la muerte enemiga de la vida, se hace compañera molesta para abrirse necesariamente a otra vida y descubrir en su ser de herida, la oquedad del infinito. El duelo es proceso que transforma la apariencia en verdad: ¿quiénes somos, a dónde vamos, qué sentido tiene la existencia? Ante la muerte, la filosofía deja de ser teoría e inicia su caminar de praxis en la incidencia de los límites de no ser y de ser, temporal y eterno.
Sin esperanza, la vida agoniza cada instante; sin esperanza la locura del olvido, la molestia insoportable de ‘polvo eres y en polvo te convertirás’. Sin esperanza, cero preocupaciones o todos los problemas. Pero la muerte no calla; grita con su voz muda que golpea una vez y otra vez ese interior ignorado y acallado.
Jesús Cristo, murió; su muerte nos acompaña para encontrar la vida que nunca debió de perecer; en él, el hecho de morir no es el final, sino el principio de la entereza por vivir. La muerte ya no es superior; ha sido superada en su victoria, desde su encarnación, su pasión y su muerte, por su resurrección nos habilita para una vida después de esta vida; en él la carne humillada, se vestirá de luz y de gloria. ¿Qué se necesita? Solo hacer alianza con él; vivir el pacto de amigos que comparten el mismo horizonte de amor, florecido por nuestra vinculación a él. ‘… Y así como en Adán, todos mueren, así en Cristo todos vuelven a la vida’ (Antífona 2 de nov).
Pensar en la muerte de los seres queridos y la propia, nos descubre en Cristo esa historia de amor de familia total: somos hijos del Padre; no nos abandona al polvo que se lleva el viento o a la nada en sí misma impensable. Los proyectos de su amor duran por siempre y tenemos un lugar en su corazón, la vida sin fin y el gozo sin ocaso. Ante la muerte, ésta es la esperanza.
Imagen de Víctor Rocha en Cathopic