Por Arturo Zárate Ruiz
Aunque para los cristianos todo tiempo es de conversión, la Cuaresma nos ofrece oportunidades especiales para lograrlo. Es un tiempo de penitencias, por tanto, de purificación, de caer en cuenta que sin Dios polvo somos y a polvo volveremos, como se nos recuerda en el Miércoles de Ceniza.
Entonces muchos católicos redoblamos nuestros ayunos, nuestras oraciones, nuestras limosnas y obras de misericordia, lo cual debe complacer a Dios, pues obras son amores, no buenas razones.
Pero en ocasiones dudamos sobre haber alcanzado ya la conversión tras inclusive no rezar un Rosario en el día, sino cinco; ir a Misa no sólo el domingo, también entre semana; dar de comer no sólo al hambriento, inclusive al ahíto; no sólo leer el Evangelio en la mañana, además quebrarnos la cabeza con el Levítico.
Las calamidades podrían parecernos un repudio de Dios. Tras, como Job, perder el trabajo, los amigos, el dinero, la salud, la familia, pero no las deudas ni los accidentes horribles, como que nos atropelle un auto, se nos caiga un piano encima o inclusive nos ensucie un perro; en fin, lo peor y lo que más duele, que nuestros hijos u otros seres queridos se aparten de Dios, podríamos concluir que Dios nos abandonó, que no hubo conversión. Pero no nos engañemos. Dios espera que soportemos algunas cruces, y así nos asemejemos más a Él en su tránsito, en el Calvario, hacia la Resurrección.
Podríamos también dudar de nuestra conversión por no sentir los frutos del Espíritu Santo, como lo son el gozo, la paz y la paciencia. Pero acordémonos que así como no es pecado sentir, sino consentir, tampoco es falta de conversión el no sentir los afectos si ya estamos unidos al Señor.
En fin, porque «el espíritu es animoso, pero la carne es débil», pecamos y volvemos a pecar. Entonces pensamos que no hemos avanzado nada y hemos perdido ya todo. Como pueblo nos preguntamos incluso cómo es posible que seamos una nación que conserve el favor de la Virgen de Guadalupe, cuando nos agobia la corrupción, la violencia, las injusticias. “No ha habido conversión”, exclamamos. Es más, como Iglesia nos inquieta que abunden políticos perversos que presumen de católicos pero apoyan, es más, cometen, por ejemplo, los abortos, no hablemos de prelados que callan la doctrina para acomodarse a las modas mundanas. Pudiéramos entonces negar que la Iglesia es santa, como si su santidad proviniese de los hombres, y no del Espíritu de Dios.
Tal vez entonces, por ser Cuaresma, multipliquemos aún más las penitencias para alcanzar la ansiada conversión. No dudo que a Dios le agraden, pero creo que desearía Él que recordemos también que la conversión no depende de nosotros, sino de su gracia. Procuremos, pues, la confesión y la comunión frecuentes.
No olvidemos además lo que nos dice san Pablo sobre su conversión: «Yo estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí: la vida que sigo viviendo en la carne, la vivo en la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí. Yo no anulo la gracia de Dios: si la justicia viene de la Ley, Cristo ha muerto inútilmente». Es Cristo, y no nuestras penitencias, quien nos convierte.
Y ¿cómo se da esa conversión? El mismo Jesús nos explica que su semilla brota y crece, sin que sepamos cómo y finalmente el fruto está maduro, y llega el tiempo de la cosecha. ¿Cuándo sabremos que ese tiempo llegó? Cuando finalmente Dios nos reciba en su reino. San Pablo nos lo dice: «Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí». Y así sucederá no sólo con nosotros mismos, también con nuestra nación y aun con la Iglesia. Mientras eso ocurre, que demos tumbos no debe quebrantar nuestra esperanza.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de marzo de 2022 No. 1391