Por Tomás de Híjar Ornelas, Pbro.
“¿Qué es la vida? El ser de Dios es mi vida. Si por tanto mi vida es el ser de Dios, entonces el ser de Dios tiene que ser mi ser y el ser esencial de Dios mi ser esencial, ni más ni menos.” Maestro Eckhart
Se acaban de cumplir cien años del nacimiento en Zinancatepec, Puebla, el 10 de enero de 1922, del maestro en historia, química y bacteriología, además de investigador del INAH por más de 40 años, Constantino Reyes–Valerio (1922-2006), muerto de forma atroz en el 2006, a una edad ya venerable, y un día después de la solemnidad religiosa por excelencia en México, la de Nuestra Señora de Guadalupe.
Él adopto el término que guiará reiteradas consideraciones en torno a la amalgama que pasó a ser lo que hoy denominamos ‘cultura popular mexicana’ e ‘Iglesia católica en México’, cuando se echaron en el mismo crisol, a partir de 1521, plata y estaño, es decir, la visión sagrada de las culturas amerindias con el evangelio en su versión más limpia, la de los tiempos apostólicos.
Que tal marca de agua sigue entre nosotros lo vemos en ejemplos tan recientes –con todo y sus asegunes–, como los ofrecidos por las películas ‘Coco’ (2017), de Adrián Molina, o ‘Cristiada’, de la mancuerna Dean Wright / Michael James Love.
Por otro lado, en el 2021 también se han cumplido cien años del primer reconocimiento oficial y público al ‘arte popular mexicano’, posible gracias a la exposición de objetos reunidos en la capital de la república por los tapatíos Gerardo Murillo, Roberto Montenegro y Jorge Enciso, en el marco del primer centenario de la consumación de la independencia de México, y 90 de la demostración filmográfica internacional que sedujo al cineasta soviético Serguéi Eisenstein a dejar en forja ‘¡Que viva México!’ (1932), antes de avanzar más debemos aclarar por qué adoptamos un adjetivo acuñado para reemplazar el vocablo náhuatl tequitqui, traducido como ‘tributario’ por el autor de Lo mexicano en las artes (1949), el culto malagueño don José Moreno Villa, teniendo a la vista caudalosos ejemplos de las pinturas y esculturas que por acá produjeron oficiales indios bajo la influencia iconográfica y las técnicas occidentales, para uso interno y externo de templos y capillas, a todo lo cual Reyes–Valerio opta por denominar ‘arte indocristiano’.
En efecto, el autor de Arte Indocristiano: pintura y escultura en la Nueva España (1978) dice que con este calificativo alude al “arte creado por los indios en los templos y conventos erigidos por las tres órdenes de franciscanos, dominicos y agustinos […desde…] uno de los pilares de la civilización mesoamericana […] la educación prehispánica”. Aclara que para ello analiza el caso de “las medidas que tomaron los frailes para intentar convertir a los pobladores de estas nuevas tierras y producir, por medio de muchos de los jóvenes indígenas, el arte que salió de sus manos y de la guía de los evangelizadores, obra de tema cristiano que, por provenir de la mano india, he denominado arte indocristiano”.
Adelanto así lo que él mismo desarrollará de modo más contundente en el capítulo “El arte tequitqui o indocristiano”, que compuso para la obra de muchos volúmenes Historia del arte mexicano (1986): que la competencia de su interés la limita a las producciones plásticas que con gravísimas alteraciones casi todas han llegado hasta nosotros y están o estuvieron en contextos sacros, religiosos y devocionales.
En cambio, para nosotros ‘indocristianismo’ será todo lo relacionado con la visión sagrada amerindia (otro término que estamos obligados a explicar) que se mantuvo erguida y se convalidó cuando se establecieron los ‘pueblos de indios’, de modo que no resulte una apropiación arbitraria del vocablo y sí un significado más extenso y digno de ser tutelado y reconocido como propio.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de febrero de 2022 No. 1389