Por Alejandro Cortés González-Báez
Con cuánta facilidad nos olvidamos de que todos somos migrantes, pues estamos de paso en este mundo. Todas las recetas y promesas de vivir más y mejor tienen sus límites, ya que, al fin y al cabo, todos moriremos. Claro está que no se trata de dejarnos morir si padecemos una enfermedad importante, pues tenemos la obligación de cuidar nuestra salud ya que de ello dependen muchas otras personas y asuntos importantes, pero no somos indispensables.
Estadísticamente el número de los no creyentes ha ido aumentando en las últimas décadas y los motivos del ateísmo son variados. Hay quienes, con criterios positivistas, solamente aceptan lo que las ciencias pueden demostrar, otros abandonaron las filas de quienes profesan alguna religión a causa de los escándalos provocados por los malos ejemplos y los delitos cometidos por ciertos clérigos; asunto que —con toda justicia— provoca la indignación y rechazo de todos, por supuesto incluyendo a quienes, por formar parte de la jerarquía de la Iglesia, somos catalogados por algunos como si también fuéramos pederastas. Los abusos de esos delincuentes, pues, no solamente provocan daños imborrables a sus víctimas, sino también agravios a la fama de los buenos sacerdotes.
Hace tiempo me pidieron que diera una bendición a un equipo de diagnóstico médico de última generación en un prestigiado hospital. Al evento acudieron varias personalidades relacionadas con estas labores, incluyendo al —en aquel entonces— Secretario de Salud del Estado, quien afirmó su beneplácito por la adquisición de esos aparatos pues, afirmó, la mayoría de las muertes en la entidad se debían a padecimientos cardiovasculares. Al final de las aportaciones del director del centro médico y del director del área de radiología me pidieron que tomara yo la palabra, y les dije que no estaba completamente de acuerdo con aquella afirmación, pues estadísticamente está comprobado que la principal causa de muertes a nivel mundial es que simplemente somos mortales, y tal parece que todos me dieron la razón.
A veces a los seres humanos se nos designa con el nombre de “los mortales”. Así de simple. Vivir pocos o muchos años no es lo realmente importante, pues es triste comprobar que algunos navegan sus vidas inútilmente, dejando —como dice una canción— estelas en el mar; lo cual suele suceder en quienes no tienen una objetiva jerarquía de valores, y su único aliciente es disfrutar de esta vida, pero sin proponerse servir a los demás. Son esas personas a las que en sus tumbas se podría escribir a modo de epitafio: “Aquí no yace nadie”.
Tener un carácter agradable o simpático está muy bien, pues siempre se agradece disfrutar de una sonrisa cercana, pero las obras son mejores razones. Tampoco las puras emociones pueden llenar de contenido una vida. Tener buenos sentimientos no basta, pues con ellos no se mantiene una familia, ni se saca de la ignorancia a nadie, ni se construyen caminos.
Cuando dejamos de cumplir alguna obligación pretextando que es muy difícil, podemos tranquilizar nuestra conciencia, pero, en definitiva, aquello no se hizo. Cuando cometemos el error de equiparar lo difícil con lo imposible vamos rumbo al fracaso, y cada día parece que crece el número de los irresponsables. Además, los jóvenes no parecen estar preparados para la frustración, lo cual produce muchas depresiones. Babe Ruth, el mejor bateador de la historia del Béisbol, fue ponchado 1330 veces. Nuestra ilusión habría de ser “morir con las botas puestas”, luchando por causas que realmente valgan la pena.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de febrero de 2022 No. 1389