Sólo Dios nos puede transformar y a nosotros nos queda solamente ser dóciles al espíritu
Por Marifer Icaza
Hace algunos meses participé en unos ejercicios espirituales y aquí te comparto algunas de las ideas que más me llamaron la atención. El proceso de conversión es la transformación del corazón, no la reforma, y es un proceso que dura toda la vida. No es quitar una cosa para poner otra. Puedo tener buenos propósitos, pero si estos no me llevan a una transformación del corazón de nada sirve.
No nos podemos transformar solos, eso sí necesita quedarnos claro, sólo Dios nos puede transformar y a nosotros nos queda solamente ser dóciles al espíritu, decir una y otra vez “hágase”, como lo hizo nuestra madre María. No soy yo la de la iniciativa de cambiar, es Él quien lleva la pauta de mi conversión. Como todo en la vida, el proceso de conversión pasa por momentos de crisis, ya que es un proceso de dentro hacia afuera, es un proceso lento. Todas las prácticas tanto religiosas como ascéticas serán solamente externas si no reflejan lo que vivimos dentro. Existen tres razones no centradas en la persona de Jesús por los que quizá hemos buscado convertirnos:
1. No aceptarnos pecadores
En mi interior realmente no me acepto pecador y débil. No me gusta verme así y que me vean así, por lo tanto esto me lleva a tener un dolor vanidoso centrado en mi ego.
Al cometer un pecado tengo deseos angustiosos para deshacerme de la culpa. Mis determinaciones son como lo que llamamos “llamaradas de petate”. Elijo el campo de la conversión atacando lo que más afecte mi imagen, ante mí mismo y/o ante los demás. Empiezo a observar que se aumenta la diferencia entre lo que digo o creo, y lo que hago. Todo esto trae como consecuencia ir perdiendo el sentido del humor, me envuelve una tristeza honda, hay desinterés, desesperanza y desilusión.
2. Avaricia de la gracia santificante
Se refiere a un deseo no sereno de acumular méritos y virtudes. Sobreabundan los autoexámenes y autoevaluaciones. Necesito la aprobación de otros para sentirme seguro. Suelo estar más pendiente de la conversión en sí, que a la persona a la que me convierto (Jesús). Me empiezo a comparar con los demás para darme ánimos, compensando mis defectos con virtudes, me enredo en el proceso, sin saber exactamente a dónde voy. Dios va perdiendo en mí la capacidad de seducirme y de llenarme de Su amor.
3. El orgullo de una vanidad de hierro
Intento a toda costa defenderme del pecado y veo el mal por todos lados. Emprendo una actitud reformista, pero al final de cuentas voy dejando todo para mañana. Digo sí a todo cuando en realidad deseo decir que no. Al orar me estorba todo y batallo para sintonizarme con mi alrededor, haciéndome intolerante con los defectos de los demás. Entonces bien, si estos caminos no me llevan a una conversión auténtica, ¿cuáles sí? ¿cómo puedo saber si realmente el camino que llevo es el que Dios quiere? ¿qué “síntomas” puedo visualizar en mí que me indican que voy por buen rumbo?
- a) Aceptación existencial
Me reconozco pecadora, por lo tanto, acepto la corrección fraterna sin defenderme o justificarme.
- b) La conversión va teniendo una connotación horizontal
Los verbos confiar y perdonar los puedo conjugar en mi vida, los vivo ordinariamente. Puedo compartir con alguien mi historia de salvación, lo que me sucede, lo que me preocupa. Me voy volviendo cada vez más tolerante con las debilidades ajenas, confiando en que solamente es Jesús quien puede transformar los corazones.
- c) Experiencia metanoia
Tengo al menos una experiencia en la que me he sentido superada por la gracia, que me llevó a un cambio de actitud. Por lo tanto, sé dejar mis seguridades, corro riesgos y me adapto a los cambios.
- d) Experiencia de Pascua liberadora
Similar a la experiencia metanoia, sólo que ésta es más profunda, ya que me va ayudando a dejar el “tengo que”. La imagen que doy ante los demás me va oprimiendo cada vez menos. Me siento libre de ser quien soy, soy libre para amar.
- e) Experiencia de compromiso
Sé tomar partida por Jesús a tiempo, me atrevo a quemar las naves y a correr el riesgo de equivocarme.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de abril de 2022 No. 1398