“Cuando escucho hablar de la beata Concepción Cabrera de Armida, inmediatamente mi corazón palpita con rapidez”.

Por Gaby Briones

Conocí a Conchita Cabrera cuando tenía 21 años, estaba en una etapa de mi vida en donde ni siquiera me había preguntado para qué había nacido; la opción del matrimonio me parecía tan lejana y a la vez tan desafiante que no me veía casada.

Cuando leí el libro Yo soy Conchita del padre Peñalosa, dije: “¡Qué extraordinaria! Pero no creo que yo pueda ser como ella”, así que fije mis ojos en el fundador de los Misioneros del Espíritu Santo y director de Conchita. Él me llevó a Conchita, poco a poco y suavemente.

Cada que leía del padre Félix, me enamoraba del Espíritu de la Cruz y ambos se convirtieron en mis amigos, no era común que tuviera algún santo favorito, en mi proceso de conversión sólo me sabía dirigir al Padre (mi mamá nos decía: “háblenle directo a Dios Padre” y eso era lo que yo sabía hacer).

Recuerdo que cuando hablaba a los sacerdotes para pedir ingreso en las Parroquias y servir con el grupo juvenil, ni yo me reconocía, pero terminaban aceptando la Espiritualidad de la Cruz.

Pese a que Conchita fue muy rica, regaló lo que el mundo considera tesoro, sólo por amor a los más necesitados y a la Iglesia, por el único tesoro importante: Jesucristo. Y ¡qué Jesucristo!, ese mismo humillado, débil para quien no es capaz de adentrarse en su costado traspasado, derrotado para quienes creen que la Cruz es signo de condenación, despreciado para quienes buscan sólo una vida cómoda, de apariencia y de vanidad.

Los enamorados de la Cruz, sabemos que amar es darse, así como lo hizo Jesús; morir a nuestros vicios, corazas, pecados, indiferencias, para vivir ligeros y sólo buscando la mirada compasiva y amorosa de Jesús quien nos lleva al Padre, ese Jesús que nos hace Hijos por medio de Su preciosa Cruz.

Conchita presente en la búsqueda

Pasaron los años y en esta búsqueda, empecé a ver cómo Conchita se había entregado toda a Dios. Ella ya era más que mi amiga, la veía como mi madre espiritual, quien me había enseñado a buscar y seguir a Jesús, a escuchar y a ser dócil al Divino Espíritu y a amar con todo mi corazón al Padre, en obediencia.

Llegó mi etapa de discernimiento vocacional, en todo momento me sentía acompañada por mis padres Félix y Conchita, y ahí mismo, en Jesús María, SLP con las Hijas del Espíritu Santo, fundadas por el Padre Félix y bajo los pies de la Cruz implantada por Conchita, dije “sí” a mi vocación al matrimonio.

En todos los preparativos me sentía muy unida a ambos, pero el día de la boda, en el altar, había un ardor en mi corazón y la presencia del Espíritu Santo entre mi esposo (prometido) y yo, para mis adentros pensaba que era mi regalo de bodas, sentía la intercesión de ambos pidiéndole a “la divina palomita”, como cariñosamente la llamaba Conchita, que nos cubriera.

Después llegaron mis embarazos, mis crianzas y ahí Conchita ha seguido presente en mis horas de angustia: cuando un hijo enferma, cuando no tengo todas las respuestas a sus dudas e inquietudes, y cuando debo elegir entre ellos o el mundo, entre mi comodidad, mi descanso, mi profesión, mi éxito profesional, mis gastos, para decidir cambiar todo esto por amor a ellos, a mi familia.

La figura de Conchita como madre de 9 hijos me ilumina y me hace querer imitarla. Me siento muy afortunada por haber conocido a esta gran mujer potosina que supo asumir cada una de sus renuncias con total abandono en la voluntad del Padre.

Es un modelo de madre. El mejor consejo que he tratado de seguir es “primero Dios y después el marido”, ambos amores son compatibles si se ponen en su justo lugar. Amar a mi esposo y buscar fidelidad en el servicio a él me hace saber que ahí Jesús es consolado, de su corazón tan herido.

Tener a una amiga como Conchita me hace abandonarme, pues en muchos momentos de mi vida ha habido fatigas, tentaciones, ganas de renunciar.

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Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de abril de 2022 No. 1397

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