Por Arturo Zárate Ruiz

Los católicos abrazamos no pocas creencias impopulares. En gran medida, son creencias exclusivas de nuestra fe.  Aunque el proclamarlas nos haya traído persecuciones, los santos no han dejado de hacerlo aun con altavoz.

Como muestra, he allí nuestra oposición al divorcio.  Tras preguntarle los fariseos a Jesús al respecto, éste les contestó: «el que se divorcia de su mujer, fuera del caso de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio.»  Fueron los discípulos mismos de Jesús quienes se contrariaron al oírlo, pues le dijeron: «Si ésa es la condición del hombre que tiene mujer, es mejor no casarse.» De hecho, entre los cristianos, sólo la Iglesia Católica no admite el divorcio.  Los protestantes no consideran ni siquiera al matrimonio como un sacramento, como algo santificado por Dios (de hecho, sólo admiten el sacramento del bautismo). Entre los santos que fueron martirizados por dar testimonio de esta enseñanza de Jesús destaca Tomás Moro, ministro del rey inglés Enrique VIII, quien no aprobó su unión a otra mujer por estar el monarca casado ya.  Entre los que murieron por defender el sacramento de la Reconciliación está san Juan Nepomuceno, martirizado por el rey Wenceslao de Bohemia, por negarse aquél a romper el sigilo sacramental. Aquí en México fueron asesinados muchos sacerdotes por el gobierno, durante la persecución cristera, por negarse aquéllos a casarse y por seguir fieles al Papa y al sacramento del Orden.

Hay creencias nuestras que parecen ilógicas al resto del mundo, por ejemplo, que Dios es uno y trino. Al mismo Jesús lo crucificaron por afirmar «Yo soy», proposición reservada a Yahvé. Tras su resurrección, sus apósteles y discípulos fueron o martirizados o expulsados de Jerusalén por proclamar su divinidad. En el siglo IV, san Atanasio vivió a salto de mata por muchos años por defender la Trinidad, lo cual no toleraban los arrianos. Todavía hoy no son pocos quienes niegan la divinidad de Cristo, entre otros, los unitarianos y los Testigos de Jehová, no hablemos de algunos falsos teólogos que presentan a Jesús sólo como un líder moral y pasajero, con enseñanzas bonitas como las de Gandhi o Buda.

La Transubstanciación es un hecho negado ya parcial ya totalmente por cristianos no católicos, no hablemos de otras religiones. Pero no hay novedad en ello.  Cuando Jesús anunció «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día», la mayoría de sus discípulos lo abandonaron exclamando «Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?» Su Presencia Real en la hostia consagrada dio pie a muchos chismes y persecuciones contra los primeros cristianos pues, según narra Tertuliano, los enemigos de la Iglesia decían «que en la nocturna congregación sacrificamos y nos comemos un niño. Que en la sangre del niño degollado mojamos el pan y empapado en la sangre comemos un pedazo cada uno.» No faltan hoy algunos protestantes que aun propagan este bulo para atacar a la Iglesia.

En cualquier caso, muchas de nuestras creencias son impopulares o difíciles de aceptar, y no por ello dejamos de proclamarlas. Que lo hagamos así paradójicamente es una prueba más de la veracidad de nuestra fe. Aunque «escandalice» a muchos, no la andamos ocultando como muchos illuminati o gnósticos a quienes sus doctrinas —y con mucha razón— sí les dan vergüenza.

Pero que nuestras creencias sean difíciles de abrazar no nos hace exclamar, como Tertuliano, «credo quia absurdum», pues la fe y la razón no se oponen sino se complementan. Más bien, «credo ut intelligam et intelligo ut credam.»  Sabemos que Dios es perfecto.  Pero que sea perfecto implica que Él mismo es «Amor».  Es más, todo amor se desborda hacia el otro, no hacia uno mismo, pues en este caso sería egoísmo. Por tanto, Dios, aunque sea Uno, es también Trino para que se dé el amor perfecto a otra persona. El amor hacia el otro es además total, o no es amor, por tanto, la indisolubilidad del matrimonio. Por ende, el amor de Dios a sus hijitos también es total a punto de hacerse Él uno con ellos, salvo en el pecado, y ofrecer su misma carne, sangre, alma y divinidad como alimento para nuestra salvación.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 10 de abril de 2022 No. 1396

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