Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
El tiempo de Cristo, para sí mismo, es el tiempo que ha recibido del Padre y es el tiempo que tiene para el Padre, en esa relación recíproca de amor. En esa relación mutua, tiene tiempo para la humanidad y en él la humanidad tiene tiempo para Dios. Para Cristo el tiempo no es vacío ni indiferente; tiene esa orientación de referencia al Padre y a los hermanos, los humanos. Podríamos decir que en Cristo se da ese eterno ‘hoy’; existe la permanencia del presente: el pasado es su entrega constante con el matiz del ayer, pero es ‘hoy’; el futuro es ‘hoy’, con el matiz de lo que ha de suceder, pero en Cristo siempre es ‘hoy’ eterno. La eternidad en Cristo se hace temporalidad y la temporalidad en Cristo es la eternidad con la envoltura del tiempo. Por eso el tiempo plenamente real es el tiempo en el cual en Cristo, encontramos al Padre y el Padre nos acoge en su Hijo; si escuchamos la Palabra-Verbo, que es su Hijo; si lo hacemos vida de nuestra vida en esa configuración progresiva y permanente con Él. El tiempo no vivido en Cristo, por Él y con Él, es tiempo perdido. El tiempo vivido en Cristo, por Él y en Él, es tiempo de Cristo, con los matices que le dará cada persona en su singularidad y diferencia. Así en Cristo llenamos los tiempos y los espacios de eternidad. No se puede vivir la irrealidad de una eternidad sin tiempo, sea místico-budista-panteísta o la temporalidad pretender darle eternidad por decisión o mentalidad sectaria, ‘… en el mundo sin esperanza y sin Dios (Ef 2, 12). Desentrañamos, en parte, lo que se afirma en la Carta a los Hebreos: ‘Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre’ (Heb 13, 8).
Con este planteamiento podemos valorar mejor lo que significa la expresión de Jesús ‘mi hora’, como el momento central de la entrega filial al Padre que se identifica con la entrega salvadora por la humanidad. Esa entrega existe en la eternidad cara al Padre y es la misma en virtud de su encarnación, de su vida, pasión y muerte en la Cruz, de cara a nosotros por nuestra redención, y continúa sacramentalmente en el misterio del su amor en el misterio de la Eucaristía, que es Él a modo sacramental.
Este tiempo de la Semana Santa, es tiempo propicio, para ver nuestra temporalidad de cara a la eternidad y la eternidad en Cristo, de cara a nosotros, con toda su hondura y las posibles implicaciones que traerán a nuestra vida, para que el tiempo, el tiempo nuestro, no sea un tiempo vacío e indiferente.
La procesión del Domingo que llamamos de Ramos, es el testimonio feliz a través del cual reconocemos que en Cristo Jesús, se ha hecho visible el Rostro del Padre; Rostro que nos habla de la apertura de su corazón. Es procesión de Cristo Rey, en el cual no solo lo reconocemos como Hijo de Dios, sino como el Mesías de la Promesa: Hijo de David, el Rey de la Justicia y de la Paz ( cf 19,28-40).
Este nuestro Rey, nos indica el Camino a seguir, la Verdad a proclamar y la Vida a vivir. Esta procesión posee ese carácter simbólico del seguimiento de Jesús, que implica relación Maestro-discípulo; significa asumir la condición de discípulo para ser guiados por Él en la dimensión interior y sus efectos en la conducta exterior; depender totalmente de la voluntad del Tú divino, supuesta la escucha de la Palabra en la comunión con la Iglesia y el discernimiento para la adecuación a la voluntad del Señor. El discípulo del Señor, no puede estar encerrado en sí, sino su tiempo, es tiempo transido de eternidad en Cristo Jesús en dependencia amorosa del Padre y en corazón abierto por los hermanos, los humanos.
No más en la búsqueda frenética por el éxito, sino poner nuestra vida en las manos de Cristo como pan, para que Él se haga presente y comparta nuestro cuerpo-vida, su Cuerpo, como pan partido y compartido con los demás.
El Domingo de Ramos, es pórtico de entrada a la Semana Santa, la Semana Mayor, la Semana de la Pasión del Señor. No es solo un recuerdo del pasado sino es la actualización de su misterio permanente entre nosotros: Cristo padece hoy; continúa el proceso a Jesús. Su pasión no ha terminado (cf Lc 22,14-23, 56).
Hoy, Dios en Cristo, está crucificado en las víctimas inocentes, como la niña Victoria Guadalupe; en las cruces de los que sufren víctimas de la Guerra de Ucrania o víctimas de los sicarios inmisericordes en nuestra Patria.
Todos los crucificados por hambre, la enfermedad, los tormentos, o las grandes penas morales, está Cristo crucificado; en el Calvario de la vida estamos crucificados con Cristo y en Cristo.
Su Cruz, sostiene nuestra esperanza; su muerte es nuestra muerte. No estamos solos. Él está con nosotros, sufre con nosotros, muerte con nosotros.
Este es el Dios vivo y verdadero, el Hijo del Padre, que nos hace hijos del Padre; Dios humilde y paciente.
Nuestra libertad puede ser asumida por Él para vivir su muerte, que comporta la plenitud de la vida: la eternidad que en Cristo y por Cristo, se hace carne de nuestra carne. Su ‘hoy’ es nuestro presente.
Termino con estas Palabras de san Pablo VI, en la segunda apertura del Concilio Vaticano II:
‘¡Cristo!
Cristo, nuestro principio,
Cristo, nuestra vida y nuestro guía.
Cristo, nuestra esperanza y nuestro término…
Que no se cierna sobre esta asamblea otra luz
Que no sea la de Cristo, luz del mundo.
Que ninguna otra verdad atraiga nuestra mente
Fuera de las palabras del Señor, único Maestro.
Que no tengamos otra aspiración que la de serle
Absolutamente fieles.
Que ninguna otra esperanza nos sostenga, si
No es aquella que, mediante su palabra, conforta
nuestra debilidad…’
¿Es Cristo Jesús, nuestro ‘Hoy’? ¿Se hace presente en mí? ¿Su temporalidad es mi eternidad?
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