Por P. Fernando Pascual
Es ya habitual invitar a expertos para hablar sobre economía, sobre política, sobre epidemias, sobre guerras, sobre ecología, sobre sistemas antisísmicos, y un largo listado de argumentos más o menos interesantes.
De modo especial, cuando hay crisis más intensas los expertos aparecen con mayor frecuencia en televisión, prensa, radio, y otros medios, como hemos visto durante la pandemia del Covid-19 o la guerra en Ucrania.
Para muchos, es sabido que los expertos cometen errores por diversos motivos. Lo que resulta extraño es que haya expertos que se defienden con mayor habilidad ante sus errores, en su esfuerzo continuo por mantener la propia “reputación”.
Daniel Kahneman, en su libro Pensar rápido, pensar despacio, explica en varias ocasiones un mal terrible que consiste en no reconocer la propia ignorancia, que se une a tener suposiciones sesgadas que la gente corrige con dificultad.
Eso se aplica de un modo paradigmático a los “expertos”, es decir, a aquellos de los que esperaríamos menos prejuicios y más competencia. Para describirlos en sus errores, Kahneman resume ideas de Philip Tetlock:
“Tetlock (…) encontró que los expertos se resistían a admitir que estuvieran equivocados, y cuando no tuvieron más remedio que admitir el error, pusieron toda una serie de excusas: se habían equivocado solo en el momento, se había producido un acontecimiento impredecible, o se habían equivocado, pero por motivos justificados. Los expertos son, después de todo, seres humanos. Los deslumbra su propia brillantez y aborrecen estar equivocados. A los expertos les pierde no lo que creen, sino el modo en que lo creen, dice Tetlock” (D. Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, capítulo 20).
Resulta difícil corregir este tipo de actitudes, sobre todo cuando el experto considera que ha ganado merecidamente el reconocimiento adquirido, reconocimiento que luego se convierte en el motivo por el cual lo invitan a hablar sobre uno o varios temas de interés.
Frente a estas actitudes, cuando un experto se equivoca, haría falta encontrar a nuevos Sócrates que sepan, con tacto, habilidad y eficacia, abrir los ojos a esa persona para que pueda, sencillamente, reconocer que no lo sabe todo, y que lo que creía saber no era como pensaba.
Entonces ese experto llegará a aquel saber humilde y grande de Sócrates: reconocer la propia ignorancia. Solo así vivirá abierto a las correcciones que los hechos y personas sensatas le ofrezcan, y empezará a separarse del error para avanzar, un poco, hacia la verdad…