III Domingo de Pascua (Jn 21,1-14)
1 Marzo de 2022
Por P. Antonio Escobedo c.m.
Pocas veces se percibe de manera tan inmediata en un texto bíblico la alegría pascual de los discípulos como en el pasaje evangélico de la aparición de Jesús a orillas del lago de Tiberíades. El frescor de la mañana en el mar de Galilea nos permite intuir algo de la fresca alegría matinal de la Iglesia naciente, en la que todo es punto de partida, comienzo, esperanza. El extenso lago, cuyas aguas se funden en el horizonte con el azul del cielo, es imagen del futuro abierto de la Iglesia, en el que allá, a lo lejos, se tocan cielo y tierra.
En el evangelio, Jesús contempla a los suyos y está con ellos aunque no lo reconozcan. Pide a los discípulos algo de comer y les indica donde lanzar la red a pesar de haber pasado una noche infructuosa. Esto forma parte del misterio, forma parte de la humildad de Dios: pide la colaboración de los hombres, pide que se comprometan. El Señor nos pide que emprendamos el viaje con Él, nos ruega que seamos pescadores para Él. Nos suplica que confiemos en Él y que actuemos de acuerdo con las enseñanzas de su palabra. Nos incita a que demos a esta palabra más importancia que a nuestras experiencias y conocimientos.
Y entonces ocurre algo inaudito: cuando los discípulos regresan, Jesús ya no necesita sus peces, pues ha preparado el desayuno y ahora es Él quien invita a los discípulos; es el anfitrión que les da de comer. Se trata de un agasajo misterioso, aunque no de difícil interpretación. El pan es Él mismo: “Yo soy el pan de vida”. Él es el grano de trigo que ha muerto, que ahora produce el ciento por uno y que basta para proporcionar alimento hasta el fin de los tiempos. Vuelve a repetirse la multiplicación de los panes donde sólo el amor puede llevarla a cabo. Los bienes materiales, lo cuantitativo, disminuye a medida que se reparte.
El amor, en cambio, aumenta a medida que se va dando. Jesús es el pan y es también el pez que por nosotros descendió a las aguas de la muerte para buscarnos y hallarnos allí.
Por otra parte, nos gustaría mencionar un rasgo de la imagen de la Iglesia que está en relación con el curioso dato de los 153 peces. Consideremos que el número 153 tiene como base el 17 (17×9=153). Ahora bien, Lucas, en su relato de Pentecostés, menciona precisamente 17 pueblos (Hch 2,9-11). Es un número que indica plenitud, totalidad. Del mismo modo que aquellos 17 pueblos del relato pentecostal aluden a una Iglesia compuesta por todos los pueblos, así también los 153 peces señalan la amplitud de la Iglesia de Jesucristo, que debe cobijar y proporcionar espacio suficiente a peces de todo tipo y condición. Es una imagen de la catolicidad de la Iglesia, en la que hay muchas habitaciones: una Iglesia con tantos peces que las redes amenazan romperse. ¡Qué imagen tan hermosa y a la vez tan ambiciosa!
Roguemos al Señor que nos conceda pertenecer al grupo de los 153 peces de su irrompible red. Pidámosle que nos conceda unirnos a él y dejarnos guiar por él, incluso contra nuestra propia voluntad. Supliquémosle que se abran nuestros ojos para que, como Pedro, le reconozcamos y aprendamos a decir llenos de alegría: Es el Señor.
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