Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Con el Nuevo Testamento podemos afirmar la resurrección del Señor, como un hecho histórico; para Pannenberg debe de llamarse histórico todo suceso que puede ser colocado en las coordenadas de espacio y de tiempo: Cristo murió en Palestina en tiempos de Poncio Pilato y resucitó al tercer día, según las Escrituras como lo afirma san Pablo en su profesión de fe pascual (1 Cor 15, 3-49) . Esto lo podemos examinar a través de dos temas: ‘el sepulcro vacío y las escenas de reconocimiento o del reencuentro’.

El sepulcro vacío, es el primer acontecimiento de la mañana del domingo de Pascua (Mc 16, 1-8).

La predicación apostólica sobre la ‘resurrección’ sucede poco después de la muerte de Cristo Jesús. Supone la historicidad del sepulcro realmente vacío. Esta predicación no se hubiera podido sostener sin la realidad del sepulcro vacío. Los predicadores discípulos de Jesús hubieran sido objeto de burla pública. La razón de ser es que el sepulcro está vacío por el acontecimiento de la resurrección: su cuerpo muerto volvió a la vida, para no morir más.

Hay una línea de continuidad corpórea: el cuerpo de Jesús muere en la Cruz; ese cuerpo es sepultado, ese mismo cuerpo vuelve a la vida gloriosa. Es la misma línea que sigue san Pablo en la más primitiva catequesis pascual: Cristo murió, fue sepultado y resucitó (cf 1 Cor 15, 3-49). La resurrección consiste en que el cuerpo crucificado, fue vivificado, el que estuvo sepultado.

San Pedro, en la predicación de Pentecostés (Hech 2, 24 ss), hace referencia al Salmo 16, 9-10) según el cual ‘no abandonarás mi alma en el abismo, ni permitirás que tu fiel experimente la corrupción’. Pedro lo refiere a la resurrección del Mesías porque no a David cuyo sepulcro ‘permanece entre nosotros’.

El alma de Jesús abandonó el lugar de los muertos- el abismo, que se entiende ‘el sheol’ en la mentalidad judía; nuestro ‘Credo’ dice que bajó a los infiernos, entiéndase el sheol o lugar de los muertos y de ahí resucitó. Por tanto, que el sepulcro esté vacío, se debe a su resurrección, que es revitalización gloriosa de su cuerpo muerto. Descartamos que los Apóstoles llenos de miedo hubieran robado el cuerpo de Jesús (Mt 28, 11-15).

El segundo aspecto a considerar son los encuentros con el Resucitado o las escenas del reconocimiento.

En las apariciones Jesús ‘se hace ver’,-ophthé, del verbo orao, ver. Jesús muestra la identidad de su cuerpo resucitado con el crucificado. Ante el miedo de los Apóstoles que creen ver un fantasma, Jesús los invita a que palpen su cuerpo (cf Lc 24, 37 ss); les dice ‘ que soy yo mismo’. Diciendo esto ‘les mostró las manos y los pies’; para identificar a alguien nos fijamos en el rostro; en este caso son las heridas-señales de la crucifixión. En san Juan (20,20), les mostró las manos y el costado. Con esto enfatiza Jesús, que es el mismo crucificado que ha resucitado.

El cuerpo es el mismo, pero ha adquirido una forma gloriosa de ser, como lo dice san Pablo a los Filipenses 3, 21 ‘el cuerpo de su gloria’. La aparición a los discípulos de la aldea de Emaús, se encuentran con él de incógnito, de otra forma, no lo reconocieron hasta ese gesto de la ‘bendición y la fracción del pan’ (cf Lc 24, 13-35): ‘Los ojos de ellos se abrieron y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista’.

El reencuentro del Señor Resucitado con sus discípulos a orillas del mar de Tiberíades (Jn 21, 1-19).

Es un pasaje extraordinario por diversos motivos. Hacemos unas mínimas consideraciones.

Después de lo acontecido entre ellos,-el escándalo de la Cruz y la resurrección, los discípulos de Jesús no acaban de comprender. Retoman sus labores anteriores de pescadores. Pescan en la ‘noche’, como debe de ser; su esfuerzo es inútil. Pero ante las palabras de Jesús echan ‘al alba’ sus redes y pescan numerosos peces. San Juan, el discípulo amado, la imagen del fiel creyente y contemplativo dice ‘es el Señor’; verdadera profesión de fe en Cristo Resucitado. Se han fiado de él y aceptan la invitación de echar la red.

La humanidad parece que ha entrado a un período de oscuridad, ‘de noche’; le afecta también a la Iglesia, pastores y fieles. Cuántos esfuerzos, cuánta organización pastoral y de grupos y sin embargo, parece que los resultados son magros. Trabajos realizados con gran esfuerzo y entusiasmo, pero, ¿no hemos caído en el ‘activismo’ pelagiano de las metodologías del hombre y solo es el empeño humano, al margen de la gracia y de la confianza en Dios? ¿Hemos reducido la evangelización a proclamas y a teorías intelectualmente valiosas, al margen del encuentro permanente con el Resucitado?

Quizá hemos marginado los encuentros con Jesús Resucitado, cuando es lo principal en nuestro empeño y misión; ante el ‘reunionismo’, el privilegiar como momento gozoso y devoto la celebración y la participación con el Cordero que fue inmolado y está de pie para recibir el honor y la gloria por los siglos (Ap 5, 11-14), en la santa Eucaristía.

Más que planteamientos intelectuales, el real planteamiento es asunto de Amor, experiencia de Amor con Jesús que vive. Es Cristo Jesús Resucitado quien tiene que ser el centro de nuestro corazón, el núcleo de nuestra identidad personal

Pedro entra en esa relación viva con Cristo Resucitado. Somos capaces de escuchar en lo profundo del corazón las palabras de Jesús ¿me amas más? Solo el Amor a Jesús que fue inmolado y ha resucitado, le da la fuerza y nos da su Espíritu para en él y por él amar de verdad.

Por eso es necesaria la conversión del corazón: de la vida de pecado, a la vida de la gracia; de la vida de la gracia a una vida de continuo encuentro con Jesús por la oración y las prácticas eucarísticas; conversión a ser testigos del Resucitado, lejos de todas las pretensiones.

El Resucitado nos abre una gran brecha de esperanza: ante las tinieblas su luz admirable.

Es Jesús Resucitado quien vive cerca de nosotros en la historia y en las orillas de la eternidad.

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