Por P. Fernando Pascual
La oración cristiana consiste en hablar con Dios, en escucharle, en abrirle el propio corazón.
Ayuda, para ello, manifestar a Dios todo lo que pensamos, sentimos, deseamos, sufrimos.
La oración se hace auténtica y existencial cuando hablamos desde lo que llevamos dentro, incluso desde las dificultades y las distracciones.
Así lo explicaba el P. Eugene Boylan en un libro dedicado al tema de la oración. Estas son sus palabras: “Si hay alguna dificultad particular en nuestra vida, si hay algo desagradable a que tenemos que hacer frente, hablémosle de ello a Él”.
También las distracciones pueden convertirse en oración cuando las presentamos al Señor. Sigue así el texto del P. Boylan:
“Si hay algo que nos está distrayendo, convirtámoslo en una oración hablando de eso a Nuestro Señor. Contémosle todas las cosas que nos producen perturbación en nuestro trabajo diario; hablémosle de alguna querencia de la que no podemos, o incluso no queremos, desprendernos. El gran procedimiento de convertir distracciones en oración y de cambiar una voluntad mala o imperfecta en santa determinación, está en hablar a Nuestro Señor de ellas exactamente como se habla a un amigo, recordando que Dios le designó para salvarnos de nuestros pecados y de todo lo que lleva al pecado o a la imperfección”.
Rezamos, entonces, desde lo concreto de nuestra vida, desde preocupaciones que nos inquietan, desde esperanzas que necesitamos reforzar en el diálogo con Dios.
Hablar a Dios desde lo que llevamos dentro es posible porque tenemos presente el poder amoroso del Padre, que busca continuamente el bien de cada uno de sus hijos. Así lo recuerda el P. Boylan en el texto que estamos citando:
“No tenemos que olvidar nunca que Dios es omnipotente y, por tanto, que no hay absolutamente ningún abismo de pecado o debilidad, de oscuridad o desesperación, del que no pueda o no quiera librarnos. Ni podemos olvidar el intenso amor que le hizo entregarse a las torturas de la Cruz por nosotros. Por tanto, no hay que tener miedo, no hay nadie que no tenga el derecho de acercarse a Él, hablarle, mostrarle sus pecados, hablarle de su vida espiritual en cualquiera de sus aspectos, como se habla al médico de una enfermedad, al amigo de los asuntos de uno o al amor de nuestra vida, con sus pesares y alegrías, sus esperanzas y sus temores”.
Si aprendemos a rezar así, notaremos cómo empezamos a verlo todo de modo nuevo. Reconoceremos la presencia de Dios en nuestra vida, y nos abriremos, llenos de confianza filial, a lo que nos dice cada día para que crezcamos en el amor a Él y a los hermanos.
(Los textos aquí reproducidos se encuentran en la siguiente obra: E. Boylan, Dificultades en la oración mental, Rialp, Madrid 2000, 14ª ed., p. 35).