Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
No dejarse encandilar por lo grande, sino más bien optar por lo pequeño ¡es divino!, reza el epitafio de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. La pequeña compañía, suelen llamarla, aunque se cuente entre las órdenes religiosas más numerosas. Quiero aquí atender a algunos signos pequeños, de esos que decía Jesús que el Padre del cielo saca alabanza y gloria para su Nombre.
Un miembro de la comunidad mormona, cuyo hijo fue cruelmente asesinado e incinerado, subrayó cómo la desaparición del cuerpo de la víctima adquiere un grado mayor de sevicia para prolongar el dolor de los familiares de la víctima; y cómo la celebración de los funerales sin el cuerpo del difunto, es una experiencia dolorosa a la que están sometidas miles y miles de familias en México. Los cuerpos de los dos jesuitas desparecidos, aunque posteriormente reencontrados, no disminuyen la pena de quienes se encuentran sometidos a semejante crueldad. El Papa lo dijo en frase de singular concentración dolorosa: ¡Cuántos asesinados en México!
Especial significado adquiere ese hermano que, herido por el asesino, buscó refugio en la iglesia. Los templos siempre fueron lugar de refugio para cualquier perseguido, de modo que pudiera evitarse cualquier exceso de violencia y se lograra reintegrar al posible malhechor a la vida en sociedad. Era una manera de introducir un espacio de reflexión para que, una vez apagada la pasión, la venganza no empañara la justicia. Esta sabia institución de las ciudades y templos como lugares de refugio, se mantiene en la iglesia, aunque aquí es ignorada entre nosotros.
Pensemos también que todo este drama sucedió porque el templo estaba abierto. ¿Hubiera sucedido lo mismo si hubiese estado cerrado? Seguramente el herido no hubiera acudido al templo, ni el sacerdote quizá hubiera salido en su ayuda con tanta presteza, ni el asesinato de ambas víctimas se hubiera realizado en recinto sagrado, y, tal vez, los sacerdotes no hubieran sido asesinados… Meras conjeturas, sí, pero que nos obligan a recapacitar en esa puerta abierta que permitió la ejecución del crimen y en lugar sagrado.
Cuando el Papa Francisco nos recuerda que debemos ser iglesia de puertas abiertas, sin duda se refiere a la comunidad católica dispuesta a dialogar y a dar respuesta satisfactoria de su fe a quien se la pida. Pero si queremos leer en lo pequeño, nos encontramos que la iglesia es casa de puertas abiertas para todos, especialmente para los pobres y necesitados. Por eso el templo toma este nombre. Le llamamos iglesia. El templo es el signo de la Iglesia de puertas abiertas. Más aún, es signo acogedor de Cristo que abrió las puertas de su costado como refugio de los pecadores. Esa llaga de Cristo no ha cicatrizado: Yo soy la Puerta. El que entre por mi estará a salvo, leemos en san Juan.
Quien acude a un templo y se encuentra con la puerta cerrada, experimenta necesariamente un sentimiento de rechazo y hasta de frustración. Siente el portazo en el corazón. Un templo con la puerta cerrada es señal de derrota ante una sociedad desacralizada, cualquiera que sea la causa. Es asunto que compete a toda la comunidad. La leyenda bíblica que suele adornarla: “Esta es la Casa de Dios y la Puerta del cielo”, pierde su significado.
Finalmente, el hecho de que la muerte y exequias de los dos sacerdotes jesuitas hayan acaecido en torno a la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, culto y devoción que la Compañía ha promovido con particular esmero, no deja de ser un signo delicado, a lo divino, de aceptación y misericordia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 3 de julio de 2022 No. 1408