Por P. Fernando Pascual
Hay momentos en la vida en los que se acumulan dificultades, pequeños o grandes fracasos, dolores y problemas de diverso tipo.
Se juntan días de calor con dolores en la espalda, el fallecimiento de un amigo con la urgencia de cancelar una deuda, la nueva crisis económica con un aumento de la contaminación.
Parecería que una nube oscura, amenazadora, crece y crece, como para darnos a entender que está a punto de estallar una tormenta destructora.
En esos momentos sentimos un intenso agobio, a veces acompañado por sentimientos que nos empujan al pesimismo, mientras empezamos a pensar que el fracaso será inevitable.
Frente a esos momentos de agobio, necesitamos pedir ayuda a Dios y a tantas personas buenas, que nos permitan serenar el alma y acometer la situación con una esperanza humilde y trabajadora.
En ocasiones, la situación se supera con decisiones acertadas, con ayudas que llegan como maná del cielo, y con esa paciencia que permite tener la mente y el corazón serenos ante dificultades de todo tipo.
Otras veces, el momento de agobio se hace largo, porque no llegan las lluvias, porque el banco presiona sin misericordia, porque la ayuda prometida no termina de hacerse realidad.
A pesar de las pruebas, incluso en medio de dolores físicos y morales que nos arrastran hacia abajo, es posible levantar los ojos al cielo y reconocer que tenemos un Padre bueno que nos ama.
Quisiéramos que ese Padre interviniese como cuando detuvo el diluvio o abrió por la mitad el Mar Rojo. Pero no podemos obligarle a hacer milagros, ni somos capaces de comprender por qué tantas veces guarda un silencio lleno de misterios.
Pase lo que pase, lanzamos al cielo el ancla de nuestro corazón, para apoyarnos en Jesús, que ha vencido la muerte y ahora intercede por nosotros con un inagotable amor de amigo (cf. Hb 6,18-20).