Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Es ahora el Papa Francisco un integrante más de ese glorioso retablo de romanos Pontífices que, como Pio XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI han condenado la violencia de las armas y exigido la paz para la humanidad, desafiando inclusive a los poderosos. Ninguna institución ha ofrecido a la humanidad personas de igual talla moral e intelectual, promotoras de la paz, como la iglesia.
Todos tenemos derecho a vivir en paz. Pero no todo eso que llamamos “derecho”, y que a todos nos corresponde por igual, es interpretado de la misma manera. Es aquí donde interviene un elemento humano, frágil y traicionero: el corazón. La paz es obra de la justicia, lo cual es evidente, pero “dar a cada quien lo suyo”, ya no lo es tanto. Cada uno escoge –arrebata- la parte del león, y así la animalidad impera sobre la racionalidad.
La historia humana, aunque está llena de intentos, lecciones, métodos y propuestas para conseguir la paz, en lo único que coincide es en el deseo por conseguirla y en lo inoperante de los intentos. Desde el cínico principio romano: “Si quieres la paz prepara la guerra”, hasta la decadente máxima de: “Halaga a los soldados y desprecia a la plebe”, parece que no hemos adelantado mucho en humanidad. Los avances en la producción de armas y el monto de las inversiones económicas ni siquiera las logramos imaginar.
Todos queremos la paz y todos sabemos los dolores que causa la guerra, máxime los cristianos que, como hijos de Dios y hermanos en Jesucristo, tenemos como maestro a quien nos dejó “su paz”, y nos mandó llevarla “de casa en casa” como señal distintiva de su reino.
Tarea ingente la nuestra, desproporcionada a nuestras fuerzas y a nuestro espíritu. Se escucha con respeto la palabra del sucesor de Pedro, pero su eco se apaga pronto ante lo enorme de la tarea y la pequeñez de nuestro corazón.
Y aquí nos encontramos, como siempre, con la paradoja cristiana: Cuanto más grande es la tarea más pequeños nos miramos, como saltamontes ante gigantes, dijeron los exploradores de la tierra prometida. No obstante, fueron a explorarla y a conquistarla. Cuando Jesús quiso responder a la pregunta sobre el mayor en su Reino, puso en el centro de la asamblea a un pequeño desarrapado que lo seguía. “Como este niño”, dijo.
El último llamado registrado del papa Francisco es el siguiente: “Estoy cerca de la martirizada población ucraniana, golpeada cada día por una lluvia de misiles. ¿Cómo es posible no entender que la guerra crea solo destrucción y muerte, alejando a los pueblos, matando la verdad y el diálogo?”
Cuando el Papa lamentó los crímenes en México, mostró su estupefacción: ¡Cuántos asesinados en México! que conlleva la pregunta subyacente: ¿Cómo es esto posible en un país católico? Ahora, su admiración radica en la insensibilidad ante el dolor causado a sus semejantes: ¿Cómo es posible no entender… lo que es obvio? ¿En qué nivel de degradación humana nos encontramos?
Ambos interrogantes desembocan en el mismo vertedero: la “insensatez” del corazón humano. El insensato mata la verdad y congela el diálogo. A los actores de las naciones pide el Papa “no alimentar la insensatez de la guerra”, con la venta de armas, el hambre de las poblaciones y la sangre de los hermanos. A nosotros nos toca, desde nuestra pequeñez, ensanchar el corazón mediante la oración confiada, para que allí comience a habitar la paz.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de julio de 2022 No. 1411