Por P. Fernando Pascual
A lo largo de la historia ha habido pensadores que han negado la existencia de la libertad humana. Unos, porque defendían que todo estaba decidido por el destino o por los dioses. Otros, porque decían que dependemos de las estrellas. Otros, porque la realidad (incluyendo a los seres humanos) solo se explicaría con los movimientos de los átomos.
Encontramos una propuesta relativamente reciente que reduce todas las actividades (humanas y de otros seres vivos) a algoritmos, al ADN, a las neuronas, a las hormonas, y a otros componentes de nuestros cuerpos.
Según esta propuesta, todo lo que pensamos y lo que luego llevamos a la práctica, procedería de un complejo sistema de algoritmos, que regularían el funcionamiento de las diversas partes del cuerpo humano, sobre todo del cerebro.
Así, cuando hacemos la sencilla operación de entrar en la cocina y tomarnos un refresco, estamos simplemente siguiendo una serie de “órdenes” de esos algoritmos, que controlan nuestros deseos y decisiones concretas, los modos en los que abrimos la botella, el tipo de vaso que tenemos en la mano, incluso la velocidad con la cual ingerimos el líquido “escogido”.
Esta propuesta, como otras propuestas determinísticas, niega que exista una libertad humana, y considera que todos los comportamientos estarían bajo el control de esos algoritmos. En otras palabras, actuaríamos como lo hacen los sistemas informáticos que son objeto de una creciente atención y que han suscitado un interesante debate sobre la así llamada “inteligencia artificial”.
Precisamente ese debate sobre la inteligencia artificial ha llevado a algunos a afirmar que las máquinas podrán (en algunos ámbitos, ya lo estarían haciendo, como sostienen ciertos autores) pensar y “decidir” mejor que los humanos en numerosas tareas que implican coordinar un gran número de datos, algo que nuestros pobres circuitos cerebrales no serían capaces de acometer.
Una conclusión de este tipo de teorías lleva a considerar como errónea cualquier creencia sobre una inteligencia espiritual, sobre un alma racional e inmortal, sobre unas capacidades humanas que nos hagan distintos de lo material. Quienes admitan este tipo de creencias estarían en el error y, con el tiempo, serían “superados” por los progresos de la ciencia de los algoritmos y de la inteligencia artificial.
Sin embargo, tal conclusión incurre en una extraña paradoja. Afirmar que todo depende de algoritmos, y luego decir que sería errónea la creencia en la espiritualidad humana que tienen millones de seres humanos, es algo contradictorio, porque decir que una afirmación sea errónea y otra válida no tiene sentido si se sostiene que todo lo que afirmamos depende de algoritmos, estaría determinado.
En otras palabras, quienes afirman que pensamos y escogemos sin inteligencia racional y sin libertad porque creen que todo lo que hagamos es el resultado determinístico de algoritmos a los que no podemos escapar, tendrán que reconocer que su misma afirmación es el resultado de esos algoritmos, como también lo sería la afirmación de quienes digan lo contrario.
Si todo es algoritmo, decir que mi algoritmo es mejor que el tuyo no tiene sentido. Al máximo, podemos decir que tenemos algoritmos diferentes que llevan a resultados diferentes, pero nada permitiría declarar que unos resultados sean “mejores” y otros “peores”; que unos sean “verdaderos” y otros “falsos”.
Solo tiene sentido hablar de mejor y peor, de verdad y falsedad, cuando existe algo que va más allá de los algoritmos, de las neuronas, de los flujos hormonales. Porque hablar de verdad y falsedad solo es posible cuando se reconoce una dimensión espiritual que haría del ser humano algo constitutivamente superior a los algoritmos…
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