Por P. Fernando Pascual
En ocasiones personas que tienen un alto nivel económico viven en una frustración más o menos continua.
Al revés, hay otras personas con pocos recursos (y menos dinero), que se declaran satisfechas con la vida que les ha tocado vivir.
El fenómeno ha sido analizado por diversos autores, y se explica con cierta facilidad: a mayores expectativas y deseos, mayor riesgo de experimentar frustraciones.
Por eso, algunos pensadores han propuesto la “estrategia” de controlar, incluso disminuir, los propios deseos y expectativas, para adoptar un estilo de vida sobrio y asequible.
Esta “estrategia” ya estaba presente en el mundo antiguo, cuando algunos filósofos criticaron la avidez como fuente de males, y propusieron la medida y el orden como caminos para alcanzar una existencia serena y equilibrada.
Por desgracia, personas y sociedades pueden orientarse a la búsqueda de continuas mejoras técnicas, de mayor bienestar, de placeres más intensos, hasta llegar a situaciones en las que muchos quedan atrapados en dependencias como las del alcohol, la droga, los juegos compulsivos.
Hoy en día muchos experimentan frustraciones ante ese inmenso mundo de la electrónica. Con un simple teléfono móvil o una computadora conectada a Internet, se abre un horizonte casi infinito de posibilidades, y las expectativas de experiencias gratificantes aumentan de modo exponencial.
El resultado, sorprendentemente, es un aumento de frustraciones y desengaños. Porque incluso quienes parecen felices ante los cientos (en ocasiones, miles) de “seguidores” y “amigos” en redes sociales, experimentan ansiedad y tensión ante metas cada vez más difíciles de alcanzar.
En un mundo que, según se dice, corre demasiado rápido, vale la pena replantearnos las metas que consideramos buenas, asequibles, portadoras de paz interior, para no incurrir en frustraciones que al final nos destruyen internamente.
Entonces veremos los beneficios de esa antigua enseñanza que invita a la moderación, al “nada en exceso”, que tanto ayuda a abrirse a las cosas sencillas de la vida: la conversación sin prisas con un amigo, el paseo en un atardecer tranquilo, o un rato de oración en una iglesia que nos permite hablar con Dios y renovar nuestros deseos de entregarnos al servicio de los demás.