Por P. Fernando Pascual
La famosa idea que invita a aprender de los propios errores se construye sobre tres pilares constitutivos.
El primero: saber distinguir entre aciertos y errores, entre actos buenos y actos malos, entre lo que sirve y lo que estorba.
Así, al empezar una dieta y sentir efectos dañinos en nuestra salud, concluimos que esa dieta no era la requerida, y que existiría una dieta mejor.
O al enviar un mensaje a un familiar, mensaje que buscaba mejorar las relaciones, y luego constatar que el familiar reacciona con desprecio, pensamos que tal vez nos equivocamos en el fondo o en la forma o en la oportunidad.
El segundo pilar: asumir que un error ha sido causado por uno mismo, por lo que yo sería el responsable de sus consecuencias dañinas.
Por ejemplo, si por prisas creo haber llevado mis documentos al hospital y luego constato que me falta el más importante, podré reconocer que fueron mis prisas y falta de reflexión las que me llevaron a ese resultado negativo.
El tercer pilar se construye sobre los anteriores: si existen errores, y si yo he sido la causa de uno de ellos, entonces puedo identificar en qué necesito cambiar para evitar nuevos errores en el futuro.
En eso consiste aprender de los propios errores: saber poner medios concretos que me hagan más reflexivo, menos impaciente, más prudente, más disciplinado.
No todo se resuelve con un propósito firme, pues hay errores, sobre todo si son morales (como los pecados). que surgen desde malos hábitos que no se extirpan fácilmente.
Pero los propósitos de enmienda, en muchos casos, llevan a mejoras en las propias disposiciones y a actos pensados y decididos correctamente.
Por eso, ante cada error, necesitamos reflexionar serenamente sobre sus causas, ver en qué maneras podemos evitarlo en el futuro, tomar propósitos que nos aparten del mismo, y confiar en Dios, que siempre nos ayuda y acompaña en el camino de cada día hacia la plenitud del bien y del amor.
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