Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Desde la historia de los orígenes de la humanidad, narrada por el Génesis, en ese su lenguaje simbólico, -diríamos catequético, y con un trasfondo paradigmático, nos sorprenden la pervivencia de algunas actitudes de los primeros humanos, nuestros padres. Ante su caída, la pronta ‘autojustificación’ que evade la propia responsabilidad: ‘La mujer que me diste por compañera, ella me dio del árbol (de la ciencia del bien y del mal) y comí…Ella respondió: la serpiente me engañó’ (Gén 3, 12-13).

En nuestro contexto contemporáneo acontece lo mismo a través de lo que Castillo Peraza (1947-2000) denomina ‘las éticas de la inocencia’, citado por Rodrigo Guerra López en su Facebook de estos días.  Se niega la presencia de las consecuencias del pecado original y se sostiene al ‘hombre naturalmente bueno’ y dañado por las circunstancias familiares, sociales de cuño marxista y psicológicas en tónica freudiana.

Se trata, pues, de que el ser humano, naturalmente es inocente; los demás son los culpables. Las cosas malas que hacen no son imputables porque no se es libre, no se es responsable; en nombre de la libertad, esta ética, niega la libertad. ‘En política las éticas de la inocencia producen campos de concentración, clínicas psiquiátricas para eliminar a los enfermos, para reeducar a los mal educados o para fusilar a los distintos’(Castillo Peraza, San Juan del Río, 1996).

Es altamente preocupante esa postura generalizada de la autojustificación personal que lleva a condenar a los que no comparten el mismo punto de vista; de antemano se le segrega y se le estigmatiza: conservador-progresista; chairo-fifí; neoliberales-pobres buenos, etc. Cada cual tiene la soberbia farisaica del ‘ego’ sufriente e inocente.

Qué sano, lejos de toda subjetividad de los ‘buenos’, el reconocer los propios errores y faltas. Qué sano es decir ante Dios y ante la propia conciencia ‘he pecado’. Qué saludable es  en cada celebración eucarística,- antes de participar en la liturgia de la Palabra, pedimos perdón, con las más variadas fórmulas desde el ‘yo confieso…’, ‘Señor, ten misericordia de nosotros -porque hemos pecado contra ti; muéstranos, Señor, tu misericordia -y danos tu salvación‘; o los variados textos del ‘Señor ten piedad’. Qué sano es, todos los días hacer nuestro examen de conciencia ante Dios para darle gracias por sus dones y pedir perdón de nuestros pecados, reconocidos de pensamiento, palabra y omisión. Entonces, Dios Padre nos justifica y nos perdona en virtud del sacrificio de Jesús.

Por eso la ética sana, que nos libera y nos da la paz, es la ética del amor, del perdón y de la misericordia que nos devuelve la plenitud de la libertad.

Jesús en el Evangelio de san Lucas, nos ilustra para interiorizar el amor misericordioso del Padre que Él autorrevela, a través de toda su vida y a través de las tres parábolas:  la oveja pérdida, la dracma extraviada, la del hijo rebelde y despilfarrador ( cf 15, 1-32).

Vale la pena releer, meditar y orar con humildad y profunda sinceridad estas parábolas.

Me centro en la parábola del ‘Hijo perdido y del Padre pródigo y misericordioso’.

Pedir la herencia era tanto como desear la muerte al padre; quien en vida podía heredar, pero debía mantener el usufructo, hasta su muerte. El hijo menor, exige la parte de la herencia, la malgasta y queda en la miseria; experimenta la humillación. Reconoce su pecado y se pone en camino de regreso a casa del Padre que tiene ‘rahamím’, entrañas maternales de compasión; piensa su conversión, volver al hogar paterno, ya no ser tratado como hijo, sino como un sirviente más. Pero el Padre que tiene entrañas de misericordia, valora más a su hijo, lo espera cada día hasta que se da el encuentro; el hijo se confiesa, el Padre lo acalla a besos y abrazos, manda que le pongan su túnica de hijo que recobra su dignidad; le pone el anillo para sellar el lacre y hace una gran fiesta. El hermano mayor, el cumplidor de los mandamientos de su padre, se enfada y reclama. ¿Ésta es la postura de la pseudoética de la inocencia y de la autojustificación? Pero el Padre le abre su corazón gozoso, por haber recuperado a su hermano y le hace esa invitación a la alegría y a la fiesta por haberlo recuperado… es su hermano. El hermano mayor, no solo debe compartir la herencia, sino lo más preciado, el corazón misericordioso y compasivo de su Padre.

Pégy reflexiona, en su obra ‘el misterio del pórtico de la segunda virtud ‘(la esperanza), sobre la pérdida de la oveja, el hijo menor a tal grado que hace ‘temblar’ el corazón del mismo Dios: perderlo para siempre.  La esperanza del Padre que le llenará de gozo, el retorno de su hijo. Mi conversión y la vuelta a la Casa del Padre Dios, a nuestro ‘Hogar’, su Corazón, su seno, lo ‘hace feliz’, -no dentro de la mentalidad aristotélica de Dios Acto Puro, sino del Dios que se ha revelado en Cristo Jesús, quien tiene más bien entrañas de Madre y ‘consufre’, – el sympáthein de Orígenes.

En nuestro retorno al Padre se expresa también su gozo y su fiesta. Su amor misericordioso nos da su perdón y nos hace participar de su ‘fiesta’, de su alegría.

Vale la pena renunciar a las éticas de la inocencia y de la autojustificación, como a los sofismas ‘ad hominem’ que no contrargumentan, sino que descalifican a la persona o personas; renunciar al sofisma de la generalización, que de uno se acusa a todos, porque finalmente, nos erigimos en autorreferenciales, neofariseos, soberbios. En los corazones inflados de sí mismos, no hay lugar para el Amor de Dios, ni para la paz; la libertad que debe traducirse en la ética del amor, que es la propia de toda persona humana y es, diríamos, el estilo del Dios Vivo y Verdadero, el Dios Amor.

Imagen de Dorothe en Pixabay

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