Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Nunca como ahora los católicos han tenido acceso fácil a las Sagradas Escrituras. Traducciones modernas de la Biblia abundan en las librerías, aunque quizá menos en las parroquias. Numerosos hogares católicos la tienen como recuerdo de la recepción de los sacramentos: primeras comuniones, confirmación, matrimonio. Cosa muy distinta es tenerla que leerla y otra, muchísimo más rara, es entenderla para vivirla. La santa Biblia es un desafío para el creyente.
Con ocasión del XVI Centenario de la muerte de san Jerónimo lo señaló el Papa Francisco: “Incluso aquellos que saben leer –es decir que han tenido una formación intelectual suficiente- el Libro Sagrado permanece sellado, cerrado herméticamente a la interpretación”; y explica: “Muchos, incluso entre los cristianos practicantes, declaran abiertamente que no saben leer, no por analfabetismo, sino porque no están preparados para entender el lenguaje bíblico”. En resumen: tienen el libro santo, pero no leen; si lo leen, no entienden; y hay que añadir la paradoja: “no entienden porque no quieren entender”, como Jesús lo explicó en una memorable parábola: La siembra de la semilla de la palabra de Dios termina muriendo entre piedras, entre espinas o bajo las patas de los caballos.
Este “fenómeno” es muy conocido y reconocido en el ámbito de los profetas y del mismo Jesucristo. La palabra de Dios está llena de fuerza como una espada de doble filo, y de vida como lluvia que cae sobre la tierra, pero que no penetra ni fructifica porque el hombre se niega a recibirla. Entonces produce el efecto contrario: endurece, ciega y convierte el corazón del oyente en un pedregal espinoso y seco. Es el misterio de la perdición: “El que no recoge conmigo desparrama”.
Este es también el misterio del silencio de Dios. Y de nuestro silencio. Este misterio del silencio de Dios tiene su momento cumbre en la cruz. A igual distancia y padeciendo lo mismo dos ladrones acompañaban a Jesús. Su palabra abrió el paraíso al ladrón arrepentido, pero el renegado se perdió en el silencio. El silencio de Dios es la respuesta al rechazo de su palabra. “Señor escúchame, respóndeme” es la súplica constante del salmista.
El analfabetismo es parte integrante del subdesarrollo cultural. El ámbito religioso es también, y más, su campo privilegiado. Es un hecho que lastima. No necesitamos probarlo, ni repartir culpas sino aceptar nuestra responsabilidad. Lo contrario es la indolencia, lo que ya ni siquiera duele.
La santa madre Iglesia nos ofrece elementos esenciales de la cultura cristiana, dos libros de texto fundamentales: la Sagrada Escritura y el Catecismo de la Iglesia católica. Los dos necesitan de intérpretes, es decir, de quien nos guíe y explique el sentido correcto y la interpretación madura del Evangelio, y “todas las demás manifestaciones religiosas se enriquecerán así de sentido”, dice el Papa. Nos ayudarán a cimentar sobre roca firme nuestra fe, y a no caer en falsos mesianismos pretendidamente apoyados en el ejemplo y enseñanza de Jesús.
Es preciso saber “discernir”, saber interpretar los hechos en su contexto y justo valorar. Es la sabiduría que viene de Dios y de la reflexión, como María, sobre la palabra de Dios. Cuando Jesús nos invita a poner la otra mejilla ante el agresor, nos invita a compartir el perdón gratuito y amoroso que el Padre celestial nos ha otorgado, pero no, como quiere la demagogia actual, a un intercambio de besos por tiros entre víctimas inocentes y criminales inmisericordes. Un católico medianamente ilustrado nunca podrá confundir el perdón sagrado del Padre celestial con un eslogan justificador de políticas equivocadas. Esto se llama tomar en vano la palabra de Dios.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de septiembre de 2022 No. 1419