Por Mónica Muñoz
Paco creció dentro de una familia disfuncional, todos los problemas que se desencadenaban eran por la falta de dinero. Su padre gastaba lo poco que ganaba en cerveza, por eso no le alcanzaba para dar a su esposa lo necesario para el sustento de los hijos, por lo que se enfrascaban en grandes discusiones que muy seguido terminaban en golpes. Cuando Paco creció, se prometió que si se casaba y tenía hijos, no sufrirían lo mismo que él. Y así fue, conoció a una linda chica, Rosa, con la que pronto contrajo matrimonio.
Ambos trabajaron mucho para levantar un pequeño emprendimiento de comida que estaba bien acreditado y recibía a mucha clientela, por lo que no había carencias económicas.
Tuvieron cuatro hijos que comenzaron a crecer, nada les faltaba, mejor dicho, tenían cosas de más y el buen Paco se esmeraba para que ellos no tuvieran que esforzarse por nada. Cuando Luis, el hijo mayor, cumplió 18 años, les anunció que su novia Viri estaba embarazada. Paco y Rosa lo reprendieron, pero queriendo remediar los hechos, hicieron que los jóvenes se casaran y se fueran a vivir con ellos. Viri, aunque estaba sana, se la pasaba en reposo, bajo el pretexto de cuidarse para que el bebé naciera bien. El joven Luis trabajaba con sus padres, pero salía temprano para ir con su esposa. Nació el bebé y en lugar de motivarlos a buscar una casa propia y comenzar su vida como familia, la abuela Rosa dejó de trabajar para cuidar al nieto, en lo que su hijo y la nuera salían a divertirse porque, según ella, “estaban muy cansados”.
Así pasaron varios años, hasta que un buen día, Paco y Rosa se accidentaron y dejaron sola a la numerosa familia que se había cobijado bajo su techo, pues cada hijo había repetido la historia del hermano mayor, así es que ninguno sabía manejar el negocio familiar y pronto se vieron en graves problemas, perdiendo el patrimonio que con tanto esfuerzo habían construido sus padres.
Esta historia que ha salido de mi imaginación, se ve materializada en la realidad de muchas familias que seguramente conocemos de cerca, pues desafortunadamente, en la actualidad y con tantas necesidades inventadas por el mundo globalizado en el que vivimos, los niños no solo están rodeados de demasiados objetos inútiles sino que sus progenitores no se dan cuenta del daño que les están ocasionando queriendo resolver hasta la dificultad más insignificante, impidiéndoles madurar, tomar sus propias decisiones y hacerse responsables de sus actos. Hay que recordar que los hijos están llamados a ser independientes y emprender su propio camino. Nada hay de reprochable en desear que no batallen, pero eso no les asegurará una vida feliz, plena y útil. Quizá la comparación no sea la más adecuada, pero observemos a los hijos de muchos ricos y poderosos: viven rodeados de lujos, pueden hacer lo que se les antoje, pero en lugar de dar sentido a sus vidas interesándose en el bien de los menos afortunados, caen en excesos, por lo que se sienten tan vacíos que el hastío se distingue en sus caras.
Es necesario dejar que los hijos aprendan a vivir tanto en la carencia como en la abundancia para que aprecien lo que tienen y, sobre todo, dejarlos tomar sus propias decisiones, bajo la guía, el consejo y el cuidado que nunca les debe faltar por parte de sus padres, sobre todo haciéndoles ver las consecuencias que tendrán sus actos y que serán ellos quienes tengan que enfrentar los posibles problemas que se vayan presentando y darles solución, porque algún día tendrán que volar de la casa paterna, convertidos en adultos responsables. Por eso, ayúdalos, pero no les resuelvas la vida.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de septiembre de 2022 No. 1419