Por Raúl Espinoza Aguilera

Corrían los años cincuenta, yo tendría unos diez años. Algunos de mis vecinos y yo (todos varones), solíamos jugar beisbol en un lote baldío a una cuadra de mi casa.

Con cierta frecuencia, venía a observar los juegos una vecina llamada Lucy, con varios años mayor que nosotros. Yo estaba de pitcher enseñando a un chico a que aprendiera a batear. Entonces me percaté que Lucy también tenía un enorme deseo de batear. Así que decidí preguntarle:

– Oye, Lucy, tú también quieres batear, ¿verdad?

– Sí -me respondió- pero me tienes que enseñar a hacerlo bien.

– ¡Por supuesto! Ven y toma el bat.

Así que decidí enseñarle los rudimentos de cómo batear bien y cómo se juega el beisbol. Como estaba de pitcher, le enviaba las bolas despacio para que pudiera al menos chocarlas. Para mi sorpresa, Lucy, como era una chica espigada y fuerte, comenzó a dar magníficos batazos que iban a parar hasta el fondo del improvisado campo de beisbol.

Así estuvo dándole al bat alrededor de unos 15 minutos y todos los del equipo la animábamos y celebrábamos sus fuertes batazos. Así que Lucy estaba contenta y feliz.

En un momento determinado, se detuvo un coche con vidrios polarizados y aire acondicionado, bajó la ventanilla del copiloto una señora con lentes oscuros, que gritó muy molesta:

– ¡Lucy, ya te he dicho mil veces que ese juego es sólo para hombres! ¡Ven y súbete! ¡Y para que no se te olvide, te voy a castigar!

Lucy obedeció, se subió de prisa al coche y el vehículo despareció rápidamente. Como es de suponerse, todos los que jugábamos nos quedamos preocupados por ese regaño y el castigo que le impondrían a Lucy.

Esta anécdota, la ubico en el estado de Sonora, en Ciudad Obregón, al sur del Estado. En esos tiempos en que “el machismo” era tremendo contra las niñas, las adolescentes y las jóvenes.

Afortunadamente, a mediados de los años sesenta, un grupo de entusiastas señoras organizaron una liga de softbol, que lo jugaban con una bola más grande. Ese fue el inicio de la ruptura contra la anterior costumbre “machista”. También cuando llegaron las Olimpíadas de 1968 en México, a las adolescentes y jóvenes se les permitió correr alrededor de la Laguna y practicar otros deportes. Las barreras iban cayendo.

En lo relativo a estudiar carreras universitarias, era impensable que estudiaran cualquiera de las Ingenierías. Una anécdota lo dice todo. A inicios de los años setenta, iba yo cruzando el patio central del edificio rectangular de Ingeniería de la UNAM con varios pisos de salones de clases. Delante de mí iban dos universitarias de esa misma carrera. Como era la hora del receso y los alumnos estaban fuera de las aulas, comenzaron las rechiflas contra ellas, pero no sólo eso, sino gritos e insultos, como: “¡Fuera de esta carrera! ¡¿Qué hacen aquí?! ¡Es sólo para hombres! ¡¿Qué hacen aquí?!” Ellas se sonrojaron apenadas. Así estaba el ambiente de animadversión contra ellas en ese entonces.

Tengo una prima, Elena, que estudió esa misma carrera en una universidad privada, a principios de los años ochenta. En cierta ocasión en que visité a mi tía y Elena estaba en la casa, me comentó -con preocupación- que estaba haciendo frente a toda clase de discriminaciones, burlas e ironías desagradables de sus compañeros del aula. Yo le aconsejé:

– ¡No les hagas ningún caso! Tú aplícate en estudiar mucho y, como eres inteligente, de seguro que pronto estarás dentro de los primeros lugares. Y si a los alumnos se les pasa la mano, coméntaselo al profesor encargado de ese salón para que les llame la atención. ¡Pero no te dejes intimidar!

Y así fue, porque obtuvo el primer lugar no sólo en el primer semestre ¡sino en todos los demás! Elena abrió la brecha para que otras estudiantes fueran respetadas y bien aceptadas en esas carreras, que supuestamente eran “sólo para hombres”.

Por otra parte, mi prima Susana cursó la carrera de Comunicación en Guadalajara. Al terminar sus estudios, a fines de los años setenta, solicitó trabajo en una importante cadena de radio y a regañadientes fue aceptada porque el Director de esa empresa le dijo que dudaba seriamente “si daría el ancho” en ese trabajo. En el fondo era un mero prejuicio sexista.

Con el paso de los años, la nombraron subdirectora y coordinadora general del trabajo de todos sus colegas en la empresa.

Ahora, en este siglo XXI, las mujeres practican todo tipo de deportes y oficios, estudian las más variadas carreras universitarias y ocupan destacados puestos directivos, los cuales realizan con particular esmero y dedicación. Considero que esta sí ha sido una verdadera liberación femenina. Una revolución en que, con frecuencia, a ellas les ha costado mucho esfuerzo abrirse paso, ¡pero con excelentes frutos y eficaces resultados!

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de septiembre de 2022 No. 1419

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