Por P. Fernando Pascual
Es una de las escenas más dramáticas del evangelio según san Juan: la curación del ciego de nacimiento (Jn 9).
Cristo está al centro. Se encuentra con un ciego concreto en un lugar del mundo. Ese ciego experimentará cómo en pocas horas pasa de la alegría de la curación al dolor de la expulsión de la sinagoga…
En este pasaje encontramos esa contraposición entre la luz y tinieblas. No vemos cuando falta la luz. No vemos si estamos ciegos.
Con Cristo son posibles dos situaciones muy distintas: quien era ciego recupera la vista; quien tiene ojos y se encuentra ante la luz de Cristo no ve…
Podemos mirar ahora nuestro propio interior, nuestro “corazón”, lo más íntimo de nosotros mismos. ¿Tenemos activado el sentido de la vista?
Quizá hace ya mucho tiempo que fuimos bautizados. El milagro de la vista interior se hizo realidad: fuimos insertados en la Iglesia. Desde entonces, podemos decir “vemos”.
Pero… en medio de tanta luz, puede ser que nos hayamos vuelto ciegos al estilo fariseo, y ya no seamos capaces de descubrir la maravilla de la acción de Dios que sigue salvando y dando esperanza a miles y miles de hombres y mujeres, que logran superar situaciones morales y físicas sumamente difíciles…
Es entonces cuando necesitamos que Cristo haga barro, nos mande a la piscina de Siloé. Entonces será posible el milagro: recuperaremos una vista que ya habíamos perdido.
Cuando el ciego recibe la curación, empieza a descubrir un mundo desconocido, un mundo que antes solo podía imaginar vagamente.
Ahora puede ver. Ve a sus familiares, a los que antes estaban cerca de él en el templo, a los jefes judíos que quizá en algunas ocasiones le habían dado unas monedas como limosna…
Ve muchas caras y muchas reacciones, pero todavía no ha visto a Jesús, a ese hombre misterioso que le había curado.
Cristo, de repente, se deja encontrar. Conoce la situación: sabe que han echado al ciego de la sinagoga. Ahora le ofrece un regalo infinitamente más grande que el de la vista y que el de la pertenencia a pueblo de Israel: la fe.
El ciego cree y se arrodilla. Su confesión nace de lo más profundo de su corazón, pues ha vivido un milagro extraordinario. Pero arrodillarse ante un “hombre” implica un milagro mayor.
Nosotros también podemos arrodillarnos ante Jesús, y ser capaces de decir cada día, con sencillez y confianza: “Creo, Señor”.
Lo haremos porque hemos descubierto un poco más quién es Él, y porque nos hemos enamorado locamente de su Persona, de su doctrina, de su Obra.
Surge la pregunta: ¿cómo fue la vida del ciego curado de ahí en adelante? El Evangelio no lo dice. Solo sabemos que ha perdido la vinculación al Templo, al Israel de la promesa.
Sin embargo, el recuerdo de un hombre que hizo lo que nadie antes había hecho va a llenar su corazón y su vida.
Jesús va a ser para él lo máximo, el que le ha traído la bendición de Dios y le ha dado la paz del corazón.
En nuestro camino personal, tras descubrir a Cristo, puede llegar una enfermedad física, una grave caída espiritual, un pecado.
Pueden fallarme los amigos, puedo ser abandonado por todos, puedo sufrir la persecución y la calumnia…
En los momentos de mayor soledad y abandono, la única esperanza que me puede quedar es Cristo.
Cristo seguirá ahí, a mi lado, y Él es fiel… Siempre podemos darle lo poco que somos, incluso en medio de las pruebas más hondas y difíciles.
Señor: Tú me has amado no solo en el gran milagro del bautismo, sino en el milagro continuo de mi existencia terrena. Ayúdame a descubrir tu providencia amorosa en mi vida, y a adorarte también en los momentos de enfermedad, de dolor, de incomprensión, de abandono.
¡Permíteme encontrarte, y que tu Amor llene de alegría, de luz y de paz mis momentos de Calvario!
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