Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Durante el discurso de la Cena, Jesús anuncia a sus discípulos su partida: “Dentro de poco el mundo ya no me verá; ustedes, en cambio, sí me verán”, palabras que inquietan al apóstol Judas Tadeo, quien le pregunta: “¿Por qué te vas a manifestar a nosotros y no al mundo?”

En este brevísimo diálogo contiene la metodología de Dios, la manera propia de actuar de Cristo, delineada en las Sagradas Escrituras. El Reino de Dios no viene con poder –dirá–, sino en la humildad de un pesebre, en un país pobre y subyugado; en la humillación y el desastre humano del patíbulo de la cruz. Es el “vaciamiento” de Dios en el hombre Jesús, aparecido entre nosotros como un hombre cualquiera.

Así fue la vida de Jesús, desde su encarnación hasta su pasión, muerte, sepultura y Resurrección. Por esta “humillación”, el Padre del cielo lo levantó, lo resucitó de entre los muertos, y lo hizo Nuestro–Señor. Se abrió para nosotros, hombres de carne y hueso, la+ puerta de la Inmortalidad.

El acontecimiento salvador que concentra toda esta obra redentora se llama “Resurrección”. Condensa toda la fe cristiana. Si Cristo no ha resucitado, es vana nuestra predicación, es vana nuestra fe; por tanto, si no creen en la Resurrección, la fe de ustedes es ilusoria, y sus pecados no han sido perdonados. La consecuencia para los difuntos es que, sin esta fe, los que murieron creyéndose cristianos perecieron para siempre. Son todas palabras de san Pablo.

Esta es la fe de la Iglesia, la de los apóstoles y la de siempre; la que profesaron nuestros abuelos y la que proclamamos en el Credo: “Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna”, que retoma la liturgia: “La vida no termina, se transforma”. Ninguna vida se acaba. Por tanto, “ser cristiano es creer en la Resurrección”, tanto en la de Cristo como en la nuestra. Estar todos con el Señor es nuestro destino.

Al final de nuestra historia “vendrá el Señor, lleno de gloria, a juzgar a los vivos y a los muertos”. Es el Juicio Universal. Allí se encontrarán las madres con sus hijos procreados o abortados, los asesinos con sus asesinados, los pobres con quienes los hicieron o socorrieron, cada uno con sus buenas obras o sus maldades, todos con su responsabilidad según el uso que hayan hecho de su libertad.

Para los creyentes, el Juicio de Dios es un lugar de esperanza, donde podremos comprobar que nuestra fe en Cristo no fue vana; que la justicia de Dios triunfará sobre la injusticia que domina este mundo; que la injusticia de la historia no puede ser la última palabra, pues sólo Dios puede crear justicia en absoluto. El retorno de Cristo y la Resurrección de la carne son un requerimiento indispensable para el triunfo de la justicia sobre el cinismo del poder.

La Iglesia, como madre solícita, acompaña al cristiano desde el inicio de su peregrinación terrena hasta su último suspiro, y dejarlo en las manos del Padre; ya difunto, sigue intercediendo por él para que descanse en Paz. Al contrario, los distractores o detractores de la fe cristiana, con su “mundanidad”, reviven mitologías, profanan lo sagrado y sacralizan lo demoníaco, encubren tragedias con disfraces multicolores y olvidan a los miles de hogares lastimados que lloran a un familiar secuestrado, a otro desaparecido, todos esperando una “justicia” que, aquí nunca les llegará. Por eso, a la pregunta de Judas Tadeo, Jesús responde en san Lucas: “Ustedes, mi pequeño rebaño, no teman, porque el Padre de ustedes ha querido darles el Reino”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de noviembre de 2022 No. 1427

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