Por Joaquín Antonio Peñalosa
“No quiero oro, ni quiero plata, yo lo que quiero es romper la piñata”. “Dale, dale, dale, no pierdas el tino, mide la distancia que hay en el camino, y si no le das, de un golpe te empino”.
Los aztecas festejaban el nacimiento del dios Huitzilopochtli con alegres festividades que iban del 19 de noviembre al 8 de diciembre, día en que encendían el fuego nuevo cada 52 años; precisamente en la época que correspondía a la Navidad, había fiestas en las casas donde se obsequiaba a los invitados una comida y una estatuilla de dioses formada con masa comestible llamada tzoally, que en español decimos alegría.
“Bajen la piñata, bájenla tantito, que le den de palos poquito a poquito”. Fue práctica habitual de la evangelización de los misioneros, no acabar con los ritos ancestrales de los indios, sino sustituirlos por celebraciones y cultos de la fe cristiana, como advierte el sabio francés Robert Ricard en su libro La conquista espiritual de México. Y así fue como el religioso agustino fray Diego de Soria, prior del convento de San Agustín Acolman, obtuvo del papa Sixto V, durante su estancia en Europa en 1587, una bula para celebrar en Nueva España unas misas llamadas de Aguinaldo que se oficiaban del 16 al 24 de diciembre de cada año.
Con licencia papal, comenzó en Acolman la celebración de estas misas que se oficiaban al aire libre, dentro del atrio espacioso. Resonaban las interminables músicas y con coloquios y pastorelas se escenificaban pasajes de la Navidad, seguramente en la capilla abierta, ante el desbordado gozo de los indios. Estas misas y cultos que recordaban las jornadas de José y María en su camino de Nazaret a Belén donde nacería el Niño, pronto se generalizaron en las iglesias y atrios de Nueva España. De la sustitución de una antigua costumbre pagana por una nueva práctica cristiana, nacieron las posadas.
“Ándale, niña, sal del rincón, con la canasta de la colación. Ándale, Juana, no te dilates con la canasta de los cacahuates” (¿Cuánto cuesta el kilo de cacahuates? Por ser para usted, marchanta, llévelo en diez mil pesos). “Señora Santa Ana, por qué llora el Niño, por un cacahuate que se le ha perdido”.
Pasados algunos años, la costumbre de concurrir a los atrios fue extinguiéndose hasta su total desaparición; pero los indios, encariñados con las tradicionales ceremonias, las trasladaron a sus casas donde a los actos religiosos añadían bailes y convites entre vecinos. No fue sino hasta el ocaso del dominio español, en 1808, cuando comenzaron a desarrollarse las posadas con entusiasmo inusitado en casi todas las familias del país. “Echen confites, gordas calientes, pa los viejitos que no tienen dientes. Cogollo de lima, ramo de laurel, queremos buñuelo con bastante miel”.
Es una delicia leer a Antonio García Cubas en el Libro de mis recuerdos donde narra cómo eran las posadas de hace un siglo: la procesión con los Peregrinos, la letanía y las velitas de colores, los cantos y las luces de Bengala. “De larga jornada rendidos llegamos y asilo imploramos para descansar”. La tertulia en la sala, los ponches bienolientes, los buñuelos de viento, el rompope, las colaciones y los juguetes de porcelana para obsequiar a los visitantes, la piñata oscilando en las alturas, cerca de las estrellas. “Castañas verdes, piña madura, dale de palos a la olla dura”.
¿Han muerto las posadas? Van muriendo poco a poco por discoteque, por carestía, por merma del sentido religioso, por intromisión de costumbres extranjeras, por olvidar una de las tradiciones más bellas, populares y artísticas de México. “Caminen pastores, caramba, que ahí viene Miguel, con la espada en la mano, caramba, para Lucifer, ay caramba, caramba…
* Artículo publicado en El Sol de San Luis, 17 de diciembre de 1988
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de diciembre de 2022 No. 1432