Por Mons. Rodrigo Aguilar Martínez
Vamos de Fiesta en Fiesta: el día 8 hemos celebrado a la Virgen María en su Inmaculada Concepción.
Esta Fiesta nos ha hecho reconocernos pecadores: Como Eva lo expresa, que ha sido “engañada por la Serpiente (es decir Satanás)”, también nosotros hemos de aceptarlo. Muchas veces nos hemos dejado seducir, percibiendo la tentación como algo deleitable, y nos hemos dejado engañar de muchas maneras por Satanás.
Pero no quedamos hundidos en nuestros pecados. La Virgen María, preservada de todo pecado en atención a los méritos de su Hijo Redentor, nos ayuda a recuperar la esperanza de quedar “purificados de todas nuestras culpas” y rescatar el anhelo del proyecto divino, de haber sido elegidos “para ser santos y irreprochables… para ser alabanza de la gloria de Dios”.
Al día siguiente -9 de diciembre- celebramos la Fiesta de san Juan Diego: precisamente en el aniversario de la primera aparición de la Virgen de Guadalupe. Queremos a Juan Diego. Ahora santo, lo invocamos anhelando aprender de su humildad, pues no se reconocía digno de lo que María de Guadalupe le pedía, pero también aprender de su diligencia para cumplir dichos encargos.
La Fiesta de san Juan Diego nos lanza de lleno a la de Nuestra Señora de Guadalupe. No me detengo en decir mucho de esta Fiesta tan entrañable para nuestra fe. Sólo que nuestra devoción y cariño a ella, nos lleve a comprometernos con lo que decimos en la oración de ese día: que podamos “profundizar en nuestra fe y buscar el progreso de nuestra patria por caminos de justicia y de paz”. En verdad necesitamos unirnos en esta oración e intención, pues hace mucha falta que los devotos de la Virgen María de Guadalupe seamos constructores de justicia y de paz.
San Juan Diego y la Virgen María en estas dos advocaciones –de la Inmaculada Concepción y de Guadalupe- nos lancen a la Fiesta de la Navidad. Pero que el centro de esta Fiesta no se quede en la cena sabrosa y abundante y los regalos, sino que recibamos el Regalo por excelencia: el Niño Jesús, disponiendo nuestro interior como el pesebre donde Él sea recostado… y Jesús vaya creciendo con nosotros, y vayamos creciendo con Él a fin de celebrar la Fiesta máxima de todas: su Misterio de amor en la Cruz y la Resurrección.