Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Por la palabra de Dios se hicieron los cielos y la tierra, todo lo que existe. Dios lo hizo, decimos, “de la nada”. Queremos decir de ningún material prefabricado, como cuentan los mitos de las religiones paganas. Así lo decimos en el credo: “Creo en un solo Dios, Creador del cielo y de tierra”, y a su obra le llamamos la Creación y no simplemente Naturaleza.
Esta verdad, aquí tan simplemente expresada, nos muestra el corazón de Dios. Nada hizo por necesidad, ni obligación, sino por amor. Esto reclama una creatura capaz de recibir y responder a ese amor; el hombre. Creó, pues, Dios al hombre como “su Imagen semejante” y cuando abrió los ojos se quedó pasmado, contemplando las maravillas salidas de las manos de Dios. Entonces, según el salmista, se preguntó sobre su razón de ser: ¿Qué es el hombre para que te preocupes por él, el ser humano para darle poder sobre la obra de tus manos? El hombre se interroga sobre lo creado, porque él mismo es un Misterio.
La Biblia dice a la letra que el hombre fue hecho “a imagen y semejanza” de Dios. La palabra “semejanza” precisa de qué imagen se trata. No es una imagen igual, de una clonación, porque sólo Dios es Dios. Todo lo demás no es Dios, sino creatura. Dios no es el número Uno de una serie, de modo que puede existir otro, el dos o tres. Dios es Único, pero, entre esas creaturas, hay una, que es “imagen semejante” a su Creador: el hombre. Aquí radica la dignidad humana y de ella brotan sus derechos inviolables e inalienables. Y su responsabilidad.
¿Dónde radica esa “semejanza”? Es verdad que el hombre no es una reproducción de Dios, sino sólo su semejanza. Pero aquí hay un misterio más profundo y es este: entre todos los seres creados, el hombre es el único capaz de entablar un diálogo con su Creador. Al crearlo, Dios tenía en su mente el proyecto de celebrar una relación personal con él. En la Biblia se llama Alianza. En efecto, él hizo un Alianza definitiva y amorosa –también llamada Testamento- con el hombre por medio de su Hijo Jesucristo, Palabra viviente del Padre e Imagen visible del Dios invisible, nuestro Salvador. San Pablo dirá que Dios todo lo creó “por Cristo y para Cristo”, y lo puso como centro de toda la Creación y cabeza de su la Iglesia. Todo tiene en Él su razón de ser.
En Cristo, por tanto, se concentra toda la obra creadora de Dios, y el hombre es asumido en el misterio de su Encarnación y Redención y lo será en su plenitud en la Resurrección. Así, Cristo es el Señor y Dueño del universo entero y por su medio, todo será reintegrado al Padre. Entonces, cuando le entregue su Reino al Padre, “Dios será todo en todo”.
La última Palabra será, pues, la que pronuncie Cristo al entregar su obra redentora al Padre; obra que abarca a la creación entera, purificada por la sangre de su Hijo y envuelta en su amor filial al Padre. Allí “estaremos todos con el Señor”. Esta será la manifestación plena de la gloria que Jesús tenía ante el Padre, de ella se despojó al encarnarse, y ahora el Padre “glorifica al Hijo” con creces, junto con los redimidos. Es esta nuestra Esperanza, la Vida perdurable o Vida eterna.
Ésta es la solemnidad de Cristo Rey del universo. En esta dimensión nos debemos colocar para no confundir ni a nuestro Rey ni a su Reino con figuras humanas de reyes y reyezuelos que empañan la imagen esplendorosa de nuestra Fe.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de noviembre de 2022 No. 1429