Por Roberto O’Farrill
Las apariciones de la Virgen santa María de Guadalupe, ocurridas en México entre el 8 y el 12 de diciembre de 1531, quedaron consignadas en el documento de nombre Nican Mopohua, que en náhuatl significa “Aquí se narra”.
Este documento fue escrito entre 1540 y 1545 en náhuatl refinado por el indio noble Antonio Valeriano (1520-1605), quien tendría 11 años de edad al momento de las apariciones y 25 a la muerte del vidente san Juan Diego. Valeriano hablaba el náhuatl como su lengua natal y también castellano y latín, que aprendió en el colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco bajo la dirección de Fray Bernardino de Sahagún. La fuente de información del documento es el mismo Juan Diego (1474-1548), a quien la tradición popular reconoce que él mismo frecuentemente relataba los hechos de viva voz, por lo que con el Nican Mopohua sucedió lo mismo que con los Evangelios: que cuando se escribieron ya eran de dominio público.
En la relación que el Nican Mopohua hace del Milagro guadalupano, se reconoce un fondo de asistencia sobrenatural, al grado de que reconocidos investigadores le llamaron “el Evangelio de México”, y a su autor “el Evangelista de las Apariciones”.
El original del Nican Mopohua fue escrito sobre papel hecho con pulpa de maguey, como los antiguos códices Aztecas. El escritor usó los caracteres latinos que aprendieron los nativos en la primera etapa de su conversión al cristianismo.
El documento explica, según refiere san Juan Diego, que al momento de ver a la Virgen María “ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo alteraba, antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo” y narra cómo vio a la Madre de Dios y su entorno en el Tepeyac: “Su vestido relucía como el sol, como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que lanzaba rayos; el resplandor de Ella como preciosas piedras, como todo lo más bello parecía la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla. Y los mezquites y nopales y las demás hierbecillas que allí se suelen dar, parecían como esmeraldas. Como turquesa aparecía su follaje. Y su tronco, sus espinas, sus aguates, relucían como el oro”.
El documento también refiere que en la tela del ayate de san Juan Diego no estaba ya plasmada la imagen de la Virgen de Guadalupe al momento en que la mostró al obispo de México, sino que la imagen se formó ante su mirada de asombro: “Y luego extendió su blanca tilma, en cuyo hueco había colocado las flores. Y así como cayeron al suelo todas las variadas flores preciosas, luego allí se convirtió en señal, se apareció de repente la amada Imagen de la Perfecta Virgen Santa María, Madre de Dios, en la forma y figura en que ahora está, en donde ahora es conservada en su amada casita, en su sagrada casita en el Tepeyac, que se llama Guadalupe. Y en cuanto la vio el obispo gobernante y todos los que allí estaban, se arrodillaron”.
A la muerte de Antonio Valeriano, acaecida en 1605, el manuscrito original pasó a manos de Fernando de Alva Ixtlilxochitl, quien lo heredó su hijo Juan de Alva, quien a su vez lo dió en su testamento al sacerdote Jesuíta Carlos de Siguenza y Góngora (1645-1700), quien al morir lo dejó al Colegio de San Pedro, de donde pasó a la Biblioteca de la Real Universidad de México. Durante la invasión norteamericana de 1847, los documentos de la Biblioteca se llevaron a los Estados Unidos y se diseminaron en oficinas gubernamentales, en bibliotecas universitarias y en el Departamento de Estado de Washington, donde probablemente se encuentra el original del Nican Mopohua.
En años recientes, el Museo de Antropología e Historia de la Ciudad de México adquirió de Estados Unidos un micro-film de varios códices en lengua náhuatl, pero desgraciadamente le fue segregado un documento que empieza con las palabras “Nican Mpohua” bajo pretexto de que por su fragilidad no se pudo copiar.
En 1894, el papa León XIII envió a los obispos de México la siguiente exhortación: “Con todo el amor de Nuestro corazón, exhortamos por nuestro medio a la Nación mexicana a que mire siempre y conserve esa veneración y amor a la santísima Madre como gloria más insigne y fuente de los bienes más apreciables, y tengan por verdad del todo firme y comprobada, que la Fe Católica, que es el tesoro más preciado, durará entre ustedes en toda su integridad y firmeza mientras se mantenga esa piedad, digna en todo lo de sus antepasados”.