Por Rodrigo Guerra López

Las teorías de la conspiración han existido desde hace mucho tiempo. Sin embargo, en la actualidad se han multiplicado, hibridado y promovido como nunca en la historia. En muchas de ellas se manejan tres recursos de manera constante: a) Manipulación de la causalidad: dos fenómenos que acontecen simultáneamente se intentan vincular causalmente para que el público-víctima se convenza de una cierta “conexión”; b) Inventar un chivo expiatorio: al conspiracionista, siempre le es útil apuntar a un villano oculto que sea responsable de los males que nos aquejan; c) Gnosticismo: la teoría de la conspiración es un saber reservado para algunos que ya han “despertado” del sueño y la apatía. No todos están preparados para entender cómo funciona la historia.

Sin embargo, el elemento que les da aceptación social a las teorías de la conspiración es otro: la sobresimplificación de lo real, hacer “manejable” un fenómeno complejo. La complejidad requiere de estudio, disciplina, dedicación. Se necesita gran capacidad interdisciplinar y muchas horas de trabajo cada día para lograr interpretar adecuadamente fenómenos multicausales, heterogéneos y “poliédricos”.

Desde los “Protocolos de los sabios de Sión” hasta las teorías en torno al “Nuevo orden mundial”, desde invasiones “reptilianas” hasta la afirmación que las vacunas contra el COVID-19 son una estrategia “secreta” de modificación genética global, las teorías de la conspiración simplifican lo complejo, lo vuelven asequible al no-especialista, que recibe un sucedáneo de explicación, y la inscripción explícita o implícita, a un grupo de “iniciados” con los que se “identifica” y resulta “aceptado”. En otras palabras: las teorías de la conspiración devienen en secta con gran facilidad. Y lo que es peor, las teorías de la conspiración generan incompetencia individual y política.

Daniel Innerarity, en uno de sus más fascinantes libros (Una teoría de la democracia compleja, Galaxia de Gutemberg, Barcelona 2020), dedica un capítulo al tema de la “construcción social de la estupidez”. En él nos dice: “mi principal hipótesis es que los desastres políticos deben atribuirse a la incompetencia y no tanto a la mala voluntad”. En efecto, algunos de los más violentos momentos de la historia, han estado caracterizados por un exceso de prótesis epistemológicas, es decir, por la sobreabundancia de “información de segunda mano”, caracterizada por su pésima calidad, su simplicidad y su alta capacidad de contagio.

En épocas marcadas por lo anterior, se siembran los nutrientes de actitudes violentas y antidemocráticas. La democracia, para ser funcional, requiere de un mínimo de racionalidad, de modestia, y de apertura a la verdad que habita en el otro.

Las teorías de la conspiración, y los grupos donde residen, fácilmente se vuelven espacios de reforzamiento del prejuicio, seguros de sí mismos e impermeables a la cosmovisión ajena.

En la actualidad, el origen del fanatismo y la radicalización se suele hallar en grupos ideológicamente cerrados, retroalimentados vía redes sociales, seguros de tener siempre la razón. Esto coloca las bases psicológicas y culturales para una gran incompetencia política. Los autoritarismos que vienen, en nuestra opinión, tanto por la extrema izquierda como por la ultraderecha, tienen en estas premisas, parte de sus raíces y de su perversión.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de diciembre de 2022 No. 1431

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