Por P. Fernando Pascual

Hay quienes piensan que Cristo no logró salvar al mundo, que fracasó en la tarea que le había asignado el Padre.

Basta con releer tantas páginas dramáticas de la historia de estos dos mil años de cristianismo, para sentir una sensación de fracaso.

Sin embargo, a pesar de los millones de personas que han sufrido injusticias en estos siglos, a pesar de los muchos bautizados que han traicionado al Maestro, el cristianismo no fracasó en un número incontable de personas.

  • No fracasó en los pecadores arrepentidos, que pidieron perdón, que repararon por sus faltas, que sintieron el bálsamo curativo de la misericordia.
  • No fracasó en los padres y madres, en los hijos e hijas, que establecieron hogares donde el amor cristiano era luz, cariño, y un esfuerzo continuo para ayudar a los más necesitados.
  • No fracasó en un gran número de religiosos de órdenes, congregaciones y otros modos de vida consagrada, que fueron fieles al Cristo que los invitaba a una entrega total al amor.
  • No fracasó en obispos y sacerdotes de todos los siglos, que enseñaron a sus comunidades, que animaron a los débiles, que impulsaron a emprender grandes obras a los más generosos, que confirmaron a los fieles en su fe.

Es cierto que esos y otros magníficos resultados no borran las sombras de estos dos mil años, sobre todo en aquellos bautizados que optaron por vidas tibias, que pactaron con la mentalidad de este mundo, incluso que traicionaron al Maestro y a sus hermanos.

Pero a pesar de esas sombras, el milagro que inició con la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María no solo ha dejado una huella en páginas maravillosas de la historia humana, sino que hoy sigue suscitando conversiones, paz, esperanza y, sobre todo, amor.

Cristo empezó su experiencia terrena, como enviado del Padre, en un rincón del planeta y con un anhelo inmenso por llevar misericordia a todos. Hoy llega a nosotros su mensaje, desde una Iglesia viva y misionera.

Ayudados por su gracia, podemos renovar una fe que se ofrece a todos aquellos que son invitados a acoger al Mesías, a llegar a ser hijos de Dios Padre y hermanos entre sí.

 

Imagen de Xavier Labanda en Cathopic


 

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