Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Tengo a la vista un texto del Papa Francisco que nos invita, como otros muchos, a reflexionar sobre los medios de comunicación.
Nos habla el Papa de su noble vocación y alta responsabilidad a nivel global, como es la de defender la vida, generar un diálogo constructivo entre las naciones o promover la paz. Cuando baja el Papa al plano local y social, nos recuerda su tarea de crear cultura, contribuir a la educación de las nuevas generaciones, transmitirles sanos principios morales y orientarlas hacia la práctica de la justicia y de la verdad.
Apelar a la responsabilidad de los medios de comunicación, ante su crecimiento exponencial y fuerte incidencia social, es tarea inacabada, que busca salvaguardar su dignidad sin coartar su libertad. Rehusar su defensa implicaría, para la iglesia, desconocer la libertad radical que exige el Evangelio: Yo he hablado públicamente al mundo, replicó Jesús a la autoridad entrometida.
En muy mala hora, pues, se ha desencadenado una andanada de amenazas, insultos, vituperios y similares contra algunos medios y sus respectivos comunicadores. Se ha llegado hasta poner en peligro su vida o su profesión. Esta situación tan lastimosa merece total repudio y los predicadores del Evangelio testifican experiencias similares padecidas tanto ayer como hoy.
Del texto pontificio me interesa subrayar el último renglón, que dice: “Necesitamos hombres y mujeres con sólidos valores que protejan la comunicación de todo lo que pueda distorsionar o desviarla hacia otros propósitos”. Se refiere a los transmisores de las noticias cuya responsabilidad crece ante la agresión de los poderes fácticos, el político y el económico, que los amenazan. Los comunicadores, reporteros, lectores de noticias, fotógrafos constituyen el último eslabón de la cadena noticiosa. Seres humanos y de cultura, merecedores de total respeto como sus oyentes, suelen padecer, en el ejercicio de su profesión, presiones humillantes a causa de los intereses particulares de sus patrones o patrocinadores.
El malestar a causa de la intromisión en su tarea informativa mediante interrupciones, cortes, pausas, anuncios, mensajes, avisos, descansos y multitud de eufemismos similares, se acrecienta por los contenidos sexuales, malolientes y vulgares de los anunciantes. Para disimular su malestar, o eludir su posible complicidad, encuentran cobijo en el clásico deus ex machina, ahora llamado “computadora” programada, o simplemente “guillotina”. Su impuesta complicidad se traduce, a más no poder, en un grosero imperativo al indefenso oyente: “¡No se vaya! ¡No le cambie!”. El pretendido resguardo en el anonimato, no alcanza a esconder la mano larga del poder, que somete, tritura y pulveriza cualquier dignidad o verdad, “distorsionándola o desviándola hacia otros propósitos”, lo político o económicamente correcto.
Meursault es el protagonista de El Extranjero de Albert Camus. Es un hombre común y corriente, trabajador cumplido, pero insensible, a quien nunca le interesó la suerte de los demás; mucho menos el saber cómo funciona la sociedad y “la maquinaria de la justicia”, en cuyas manos, tarde o temprano, tendría que caer. El no haberse interesado en conocer las “ejecuciones” públicas, le hace reconocer su descuido, y llegar a confesar: “uno nunca sabe lo que le puede pasar”. Y le pasó. Fue condenado a que “le cortaran la cabeza en una plaza pública en nombre del pueblo francés”. Ante tal fatalidad, ni las reflexiones del juez sobre la justicia, ni las palabras del sacerdote le interesaron. Su única preocupación era que “la guillotina” funcionara bien. Y funcionó.
Si nos habituamos a la tolerancia pasiva ante la agresión de cualquier poderoso, y nos comportamos como “extraños”, insensibles ante la violencia institucionalizada y enquistados en nuestro egoísmo, más temprano que tarde nos veremos atrapados entre su engranaje perfectamente aceitado. Ahora nadie puede decir que ignora lo que le puede pasar.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de enero de 2023 No. 1438