Por Arturo Zárate Ruiz

Santo Tomás de Aquino es uno de los teólogos más apreciados por la Iglesia. Investigó a tal punto la doctrina sobre Dios que la convirtió de lleno en ciencia. Durante el Concilio de Trento en el siglo XVI, su Summa Theologiae se colocó junto a la Biblia para consultarlas en las distintas sesiones. Se le estima a él como “Doctor Angélico” y como “santo patrón de todas las escuelas”. Probó, entre otras cosas, que con la pura razón se puede saber que Dios existe. Por supuesto, que Jesús es Dios lo sabemos por la fe.

A quienes nos gusta la agitación y brincar de un lado a otro podría parecernos su vida un poco aburrida, por contemplativa. Aun así, no dejó de ser interesante.

Su familia, de la nobleza italiana, no quería que se convirtiese en hermano dominico. Para alejarlo de su vocación religiosa, sus parientes metieron una prostituta en su recámara, a la cual, para él no pecar, él la alejó con un tizón ardiendo. Desde entonces, un ángel lo ciñó con un cíngulo sobrenatural para proteger su castidad.

Tal vez mera leyenda, se cuenta que, todavía de novicio, sus compañeros le quisieron gastar una broma, pues era muy sencillo. Le dijeron que desde la torre más alta del convento se podía divisar un elefante rosa volando. Aunque batalló mucho para escalarla, pues Tomás era muy gordo, se apresuró a subir. Tras no ver ningún paquidermo, y menos uno de ese color cruzando las nubes, bajó para ser recibido por sus compañeros con risotadas. Entonces le preguntaron por qué les había creído. Y les dijo: “me era más fácil creer en elefantes rosas volando que en hermanos dominicos mintiendo”. Disney nos contó, a su manera, esta misma leyenda en Dumbo.

No sólo era sencillo, también muy humilde. No abría la boca de no pedírsele que lo hiciera. Por ello, y por obeso, sus compañeros estudiantes lo apodaron “Buey Mudo”. Su maestro san Alberto Magno les replicaría: “sabed que sus mugidos en la doctrina resonarán en breve por todo el mundo”.

Hoy nos resultan muy comunes las máquinas parlantes, como la radio y la televisión. En el siglo XI algunos religiosos, por ejemplo el Papa Silvestre II, ya las construían, pero eran éstas tan raras que la gente desinformada las consideraba hechicería. Por ello, a santo Tomás le dolió destruir el robot parlante que construyó san Alberto en el siglo XIII: evitó así que el populacho acusase a su maestro de brujo.

San Luis, rey de Francia, lo consultaba por no pocos asuntos. Y lo invitaba a la mesa y a sus fiestas, a las cuales santo Tomás acudía sólo por obediencia, no porque se sintiera a gusto en ellas.

En una ocasión, más ocupado en sus reflexiones que en escuchar chismes de los cortesanos, encontró la respuesta contundente a un error de los herejes, golpeó entusiasmado la mesa e hizo así saltar todos los platos, vajilla y suculentos manjares. El santo rey, en lugar de ofenderse, mandó traer escribas para que santo Tomás les dictase las conclusiones a que llegó y así luego quedasen firmes en sus libros.

Su doctrina era tan superior a la de los más famosos maestros de París que, envidiosos, quisieron hacerlo callar, acusándole falsamente con el Papa. Para que acudiera de prisa a Roma, para defenderse, el príncipe Eduardo, luego rey de Inglaterra, le prestó a santo Tomás su mejor carruaje. Diríamos que éste era el Ferrari de su época.

No sólo se ganó, entonces, el reconocimiento de Urbano IV, también le encomendó a él, como a san Buenaventura, el componer himnos para el oficio del Corpus. Pero san Buenaventura rompió el suyo tras escuchar el “Pange Lingua” de Santo Tomás. Conmovido por la belleza de la composición, le dejó paso para ser el himno más importante de la Iglesia en honor de Jesús Sacramentado.

En cualquier caso, pocos meses antes de morir santo Tomás tuvo una visión acerca de lo sobrenatural y celestial, y desde entonces dejó de escribir. Preguntado por el hermano Reginaldo acerca de la causa por la cual ya no escribía más, exclamó: “Es que, comparando con lo que vi en aquella visión, lo que he escrito es muy poca cosa”.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 29 de enero de 2023 No. 1438

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