Por Sergio Ibarra
La explosión tecnológica de los últimos tres siglos transformó nuestros espacios, rodeándonos de un cúmulo de objetos artificiales que, paulatinamente, reemplazaron a la naturaleza. Pertinente reconocer que el ser humano pegó un tremendo brinco en conocimientos, alimentación y salud, por mencionar lo esencial, propiciando un incremento sustancial en la vida promedio de la humanidad.
Reconocer que estos objetos impactaron e impactan la evolución del ecosistema en el que nuestras vidas se despliegan. Gregory Bateson (1904-1980) antropólogo y científico social nos regaló una reflexión: “El mayor problema del mundo es el resultado de la diferencia entre cómo la naturaleza funciona y la manera en la que el hombre piensa”.
La juventud contemporánea a Mozart, Liszt y Chopin, ellos mismos, aprendían los oficios heredados, la mayoría íntimamente vinculados con la naturaleza. Las enseñanzas tenían que ver con el comportamiento y los ciclos de la naturaleza, sus mentes así se desarrollaban, entendiendo lo que la naturaleza proporciona y la forma en que lo hace. A estos jóvenes les bastaba relacionarse con las o los chicos de sus comunidades estableciendo relaciones duraderas, fuesen amistades o parejas.
El contraste es que hoy la juventud para su incorporación personal y productiva ha de tener que establecer relaciones con personas de otras culturas y de otras lenguas distintas a las de su origen, aprender y dominar tecnologías y procesos orientados a la rentabilidad económica. Es decir, nos educamos y educamos a pensar como máquinas.
Los instintos y el conocimiento interior han sido prácticamente sustituidos por las credenciales de las capabilities y la experiencia, dominio del inglés, por el aislamiento y la separación de aquel otro que represente ser una amenaza y por la obsesión del control y la eficiencia. Si bien han surgido conceptos como la sostenibilidad o incubadoras, existe un vacío.
Bien se podría iniciar una reflexión para ajustar estas autoridades externas con la autenticidad, la sabiduría y por descubrir y abrazar los dones propios y encauzar esfuerzos para desarrollar los del prójimo. Ajustar el aprecio de nuestra conexión de la naturaleza con nuestros espacios internos y externos, como nuestro hogar. Adoptar otra de sus lecciones, dejar ser y dejar ir. Seguir su enseñanza de la abundancia, conservar la vida y aventurarnos a cultivar nuevas vidas, a complementar nuestra formación conociendo el pensamiento de nuestra madre naturaleza. Ahí detrás está Dios.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de febrero de 2023 No. 1439