Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
En la celebración diaria de la misa estamos leyendo el evangelio según san Marcos, identificado con el discípulo de san Pedro llamado Juan Marcos en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Sin pertenecer al grupo de los Doce, acompañó al apóstol Pedro durante toda su predicación.
Después del martirio de Pedro en Roma, escribió su evangelio recordando su predicación. La figura de Jesús que aparece en sus narraciones está llena de vida, de sabor local y de poder sagrado, como un eco de la experiencia del apóstol Pedro. Lo escribió para los cristianos residentes en Roma, cuando ya habían comenzado las persecuciones.
¿Cómo hacer entender, primero al pueblo judío, monoteísta a ultranza, y después al supersticioso pueblo romano, que Jesús era el Hijo de Dios, sin ser rechazado e incluso ser condenado a muerte? Dioses era lo que les sobraban. San Marcos va desentrañando, poco a poco, el misterio de la persona y de Jesús, y lo hace con tal arte que resulta un Jesús vivo y seductor. San Marcos es, en la Iglesia, un maestro del kerigma apostólico; ejemplo y modelo de un buen catequista. Lo demuestra desde el título: “Comienzo de la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios”.
Comienza presentando a Jesús como un gran exorcista, desposeyendo a Satanás de sus dominios y abriendo el camino al Reino de Dios. Jesús se enfrenta al poder del Mal, liberando al hombre de su obra, el pecado, acurrucado ya en su corazón con sus consecuencias pestíferas, la enfermedad y la muerte. En los ocho primeros capítulos, muestra el poder avasallador de Jesús y de su Reino, lo cual no deja en paz a sus adversarios, aliados de Satanás, los “escribas y fariseos”, venidos de Jerusalén.
Vienen como observadores y jueces y lo sentencian a muerte por violar la Ley, curando en sábado. Mientras Jesús daba vida, ellos lo condenarán a muerte. Esta sentencia la ejecutarán en Jerusalén, valiéndose de las autoridades civiles, del reyezuelo Herodes y del gobernador Pilatos, con la ayuda religiosa de los Saduceos. Todo este drama de Jesús en la lucha por la liberación del hombre del poder del Maligno, es la que están enfrentando sus oyentes de Roma, la pequeña comunidad fundada por Pedro. Los padecimientos de Cristo son ahora los de la Iglesia.
Antes de subir a Jerusalén, señala san Marcos, se le acercaron a Jesús los fariseos, poniéndose a discutir con él y pidiéndole una señal del cielo, un milagro aparatoso, como prueba de su autoridad. Jesús, suspiró profundamente y anunció que a esa gente no se le daría ninguna señal milagrosa, y dejándolos, se embarcó de nuevo y pasó a la otra orilla (8,13). Todos los signos, los milagros y la predicación de Jesús, no les fueron suficientes para reconocerlo como el Mesías y el Salvador. No les bastaron para creer. Y piden una señal del cielo, un espectáculo, a lo cual Jesús siempre se negó. Sencilla y dramáticamente los abandonó. Ni aunque un muerto resucite produce la fe en quien no quiere creer.
Tres observaciones: La Iglesia, por más obras buenas que realice, nunca va a complacer a sus adversarios. Siempre querrán lo espectacular, que nunca se les dará. Dios no acostumbra deslumbrar para creer. Los poderosos y los sabios y entendidos de este mundo, aunque vean milagros, no creerán. Carecen de un elemento fundamental, la humildad. Los “milagros” no son condición para la fe, sino al revés: son la respuesta a la fe: “Que se haga según tu fe”, decía Jesús a los que sanaba. “La fe no puede depender de los milagros; al contrario, son los milagros los que dependen de la fe”, leemos en la Nota de la Biblia del Peregrino.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 26 de febrero de 2023 No. 1442