Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La muerte es un hecho inexorable. Ante ella nos enfrentamos sin importar la ideología, la creencia, la fe, la edad, la condición social, la etnia. Todos hemos de morir, tarde o temprano; de enfermedad, de accidente o en manos de algún sicario.
Cuando un ser querido y entrañable muere, nos deja un gran vacío. Algo de él se queda con nosotros, algo de nosotros se lo lleva él. Quedamos como incompletos. No más sus miradas y su afecto envolvente; físicamente ha dejado de estar presente y cercano. Por eso las lágrimas inundan nuestros ojos, porque su ausencia nos traspasa el alma.
Ante el hecho de la muerte del amigo Lázaro (cf Jn 11,1-45), Jesús se conmueve profundamente hasta las lágrimas. Así también a nosotros nos acompaña en nuestro dolor, conmovido en verdad. Él sigue siendo profundamente humano; ahora se compadece de nuestras penas, nos acompaña con su cercanía y compasión; consufre con nosotros, nos compadece, es decir, padece con nosotros. Nada nuestro es ajeno para su Corazón. Es sensible y vulnerable a todo lo que nos afecta. Él no es ajeno a todo lo que nos pasa, menos ante el dolor de un ser querido nuestro que nos deja una estela de dolor.
Ante nuestro dolor compartido con él, nos invita a creer ‘que él es la resurrección y la vida; quien cree en él, aunque haya muerto vivirá’. Son palabras verdaderamente consoladoras. La resurrección de su amigo Lázaro nos muestra su poder ante la muerte y la vida.
La razón tiene demasiados límites para sobre pasar el hecho de la muerte ¿Qué hay más allá de esta vida? Cuando con frecuencia nos preocupamos más por el más acá y a veces vivimos, como si la vida la tendremos para siempre en esta dimensión temporal.
La fe en Jesús que es resurrección y vida, nos hace presente el destino feliz, nuestro y el de nuestros seres queridos.
Nuestro Dios, no es un Dios de muertos. Además, los difuntos, viven de otra manera, aguardando la resurrección definitiva. No están en un mundo etéreo como el sheol de los judíos.
Somos sumamente amados, ‘con amor eterno te amé’, le dice el Señor a Israel y a cada uno de nosotros en lo personal; nuestro destino final no es el sepulcro ni puede ser la nada.
‘Si con el amamos, viviremos con él’, ‘si con él sufrimos reinaremos con él’. La condición de la eternidad feliz es amar como Jesús amaba; amar en el Espíritu Santo quien acude a nuestro llamado en nuestra fragilidad.
Nuestros seres queridos, quienes se han dormido en el Señor, están siendo vivificados de otra manera, mientras enterramos sus cuerpos o son cremados.
Ante la muerte, los que creemos que Jesús es la resurrección y la vida, aunque las lágrimas no cesen, nos viene el consuelo de Jesús, ‘cum solus’, acompaña al que se siente solo.
Si morimos en Jesús, entramos en el Reino de Dios, -el Cielo, que es su presencia, su descanso. Él nos abraza en su ser divino para que nuestro gozo sea eterno en participación plena de su ser.
Nos envolverán amorosamente para siempre las tres divina personas: el Padre quien en el Hijo nos engendrará eternamente; en vinculación con la humanidad santísima de Jesús, como puerta para tener acceso siempre al Padre, en gozo del mutuo don, el Espíritu Santo, el Beso y el Abrazo que constituye la tercera persona divina.
En la gloria se dará el dinamismo interpersonal divino con todos los Bienaventurados, con la Beatísima Virgen María y los Santos Ángeles, en el gozo inefable de la comunión de personas.
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