Editorial

Hubo un tiempo en el que la cultura en México sabía pensar en católico y escribir en español.  Escribir bien, con donaire, con ritmo, con el “duende” del idioma.  Pensar bien, pensar a fondo, ganándose el “derecho” de ser admitidos por la cultura dominante tras la Independencia, la Reforma, la Revolución de 1910 y la persecución religiosa de 1917 a 1940.

Grandes plumas católicas poblaron los primeros cincuenta o sesenta años del Siglo XX mexicano. Hay que ir sacando de la sombra a tan excelentes como ignorados escritores, pensadores, poetas que han sido arrumbados en el cajón de los trebejos por el oficialismo depredador que hasta hoy sufrimos. Los hay grandes, como los padres Placencia, Ponce, Alday, Peñalosa  pero también Concha Urquiza… Se trata de reanudar el diálogo del catolicismo con la cultura y, por tanto, con la sociedad mexicana.  Un diálogo necesario y postergado por mil reticencias.

No se persigue instaurar un Estado o una literatura teocrática.  Debemos alentar el encuentro de lo nuestro, el encuentro de dos mundos, el mestizaje. La brújula se perdió tras la Independencia y desde entonces hemos ido ensayando fórmulas de vida que han desembocado en la en la atrofia de lo mexicano, de esa singularidad que quedó plasmada en la imagen de Santa María de Guadalupe. Es aquello que nos mueve en El Observador. Porque una fe que no se hace cultura, es una fe muerta.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de abril de 2023 No. 1451

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