Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC

Vivimos sumergidos en el mundo o en los mundos de las reprobaciones constantes de los fanatismos unidireccionales y condenatorios, como siempre amantes de los extremos; pululan las intolerancias de toda índole alimentadas por las ideologías cuya verdad es la propia esquina; nos invade la propaganda comercial y la propaganda política que no favorecen un buen discernimiento y un sano juicio. Todo aderezado con la agresividad carente de razón y sensatez. Sumamos la violencia diaria y omnipresente.

Esta situación deja el alma verdaderamente huérfana, sin horizontes, y muchas veces sumergidos en la tristeza, la soledad, o el dolor profundo de corazón por la sensación de impotencia.

A veces nos sentimos en el tobogán generalizado y veloz de la decadencia. El relativismo propicia al individuo como ‘isla’. Se viene el alud de los problemas así, sin solución e irremediables. Se vive con mayor fuerza el sentido de la contingencialidad. Cerrados a toda esperanza. Lo superfluo y lo banal toman sus reales para acallar la libertad del espíritu.

La enseñanza de Jesús y su consuelo, son luz en la oscuridad, fundan la esperanza que está contra toda esperanza.

Hemos de guardar en el corazón sus palabras -mandamientos, que son espíritu y vida. Él da paso al Espíritu Santo, el ‘Parácletos’, es decir, el Consolador y Defensor, quien consuela y defiende con ‘rahamím’, es decir, con extrañas de Madre (cf Jn 14, 15-21), que el Padre enviará en su nombre, quien ‘consuela como una madre’ (Is 66, 13).

Si hemos perdido la dimensión de profundidad por las visiones marcadamente unidireccionales, el Espíritu Santo nos ubica en su campo de profundidad e interioridad desde la pascua de Cristo. Él nos impulsa a dar razón y testimonio de nuestra esperanza.

El Espíritu Santo es enviado en el nombre de Jesús; señala dos aspectos complementarios. No son funciones que se suceden en el tiempo; son simultáneas, de forma distinta. El Espíritu Santo garantiza la presencia actual de Cristo Jesús.

El Espíritu Santo es realmente el don de Cristo resucitado; hace posible la presencia entre nosotros de Cristo. En el Espíritu Santo se puede llegar a sentir la presencia de Cristo resucitado.

El Espíritu Santo es el Maestro interior que enseña la verdad de Jesús y la recuerda interiormente; la actualiza, la hace presente con dinamismo y fidelidad.

El Espíritu Santo es el intérprete definitivo y el conductor de la Historia de la Salvación.

El Espíritu Santo es el principio vivificador de la Iglesia; es el alma del alma de cada fiel en particular y de la Iglesia en general.

Es el Espíritu Santo el que hace a la Iglesia, Iglesia del Amor; hace a la Iglesia, Iglesia de la vida interior; es el Espíritu Santo el que conduce a la Iglesia para que conserve la dulzura, el respeto, la tolerancia, la lealtad y la generosidad.

Sin el Espíritu Santo, activo y dinámico, no puede haber la Iglesia de la coherencia.

Es el Espíritu Santo quien hace posible que la Palabra de Dios sea viva y eficaz; hace posible la eficacia de los sacramentos.

Es el Espíritu Santo quien conserva la fe en un solo Señor, en un solo Dios y Padre, quien mantiene la comunión en la Iglesia. Hace posible que la Sinodalidad sea en la comunión en la misma fe y en comunión con el Papa, garante de la unidad en la Iglesia.

La jerarquía en la Iglesia es don del Espíritu Santo.

El Espíritu Santo mantiene vivo nuestro amor; nos hace permanecer en el testimonio de Jesús. Mantiene lozana la esperanza de los cielos nuevos y la tierra nueva; si amamos a Jesús y cumplimos sus mandamientos.

El Espíritu Santo y la Iglesia dicen, Marana thá, ven Señor Jesús ( cf Ap 22, 17).

 

Imagen de Larisa Koshkina en Pixabay


 

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