Por Alejandro Cortés
En una ocasión alguien me preguntó que por qué andaba yo disfrazado de sacerdote, pues desde que me ordené acostumbro vestir así. He de aclarar que yo no me disfrazo de sacerdote, sino que visto de acuerdo a lo que soy. Mi ropa clerical es mi uniforme, el cual me ha permitido ejercer mi ministerio dentro y fuera de los espacios sagrados dedicados a la celebración del culto.
Vestir así no me avergüenza porque no es algo malo, y cuando me he sentido incómodo al constatar que la gente se me queda viendo, me viene a la cabeza hoy como siempre se suele exigir el testimonio. Y ésta es una forma más de recordarle al mundo que Dios existe.
Ya sé que el hábito no hace al monje, ni la sotana al sacerdote, pero quien viste un uniforme, de cualquier tipo, representa a la institución que lo avala y deberá exigirse en su conducta para no demeritarla.
Nos ha tocado vivir una época curtida por un relativismo, con frecuencia agresivo, en la que muchos viven una religiosidad nebulosa, abstracta… y hasta sin Dios. Se confunde la religión con un sentimiento religioso, donde no caben las verdades reveladas inmutables de fe y moral. Los mandamientos son considerados como simples consejos. La liturgia se confunde a su vez con las prácticas de una vaga religiosidad, sin normas fijas, donde cada quien puede añadir o quitar a su antojo.
El sacerdocio es algo divino, sin embargo tiene mucho de humano. Y siendo que el hombre de nuestra época atraviesa por fuertes crisis de identidad, de inmadurez, de falta de valores y debilidad de virtudes, de inestabilidad familiar y afectiva, no resulta raro que escaseen las vocaciones sacerdotales, pues que el sacerdocio, como el matrimonio, son vocaciones de servicio, y nuestro sistema egoísta de vida no acepta servir.
Resulta lógico que el sacerdote deba cuidar su identidad sin dejarse arrastrar por la tentación de confundirse con el resto de los fieles, dado que su misión es de pastor. Debe ser guía en cuanto al amor a Dios y a los demás. Con un conocimiento profundo y asequible, para hablar del amor que nos creó, y al que debemos tender a través de nuestra realidad ordinaria.
El Papa Pablo VI, en una alocución a los socios del Club Alpino Italiano, les dijo: “El lenguaje bíblico, especialmente en los salmos, llama a Dios con el nombre de roca, de piedra: Él es Aquel que no abandona, Aquel en quien uno se puede apoyar y agarrar, porque sólo en Él está la salvación y la gloria”.
El ministerio sacerdotal es un tesoro de la humanidad, pues es un instrumento divino que nos facilita los medios sobrenaturales necesarios para alcanzar la felicidad sin límites que el mundo no puede darnos. El sacerdote está llamado, pues, a recordar que podemos edificar nuestra vida en la roca firme de ese Dios que es amor. Vivir con una fe coherente, o sin ella, marca la gran diferencia; pero no olvidemos que el sacerdote es un ser limitado, y debemos cimentar nuestra fe en Dios y no en los curas.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de junio de 2023 No. 1457