Por Arturo Zárate Ruiz
No nos sorprende a los papás que, tras el boato del Día de las Madres, se olviden de nosotros el Día del Padre. Por un lado, «papas y papas para mamá, las quemaditas para papá». Por otro, nosotros no necesitamos ni Las Mañanitas ni 800 rosas para sentirnos queridos. Nos basta, entonces, salir a la tiendita y comprarnos dos cheves para disfrutar con ellas el fut. Si alcanza la lana y gana nuestro equipo, prendemos el carbón y alardeamos del triunfo saboreando una carne asada.
¡Qué nos queda, si las mamás son muy superiores! Nos lo recuerda este diálogo en la película Marcelino, pan y vino, de Jesús con el niño huérfano:
M: ¿Y cómo son? ¿Qué hacen las madres?
J: Dar, Marcelino, siempre dar.
M: ¿Y qué dan?
J: Dan todo. Se dan a sí mismas, dan a los hijos sus vidas y la luz de sus ojos, hasta quedarse viejas y arrugadas.
M: ¿Y feas?
J: Feas, no, Marcelino. Las madres nunca son feas.
M: ¿Y tú, quieres mucho a tu madre?
J: Con todo mi corazón.
M: ¡Y yo, a la mía, más!
Ciertamente, los papás acabamos también viejos y arrugados, pero, nosotros sí, muy feos. En cualquier caso, nuestro darnos a los hijos no les resulta a ellos tan obvio de compararnos con sus mamás. Nuestra presencia no es tan física, como la de ellas. No es opción nuestra quedarnos en casa, pues el trabajo nos espera fuera. ¡Para qué hacernos ilusiones de que los muchachos al menos nos permitan disfrutar a gusto el partido este día!
Tal vez en algo, aparentemente irrelevante, les ganemos a las mamás. Y no, no es que nuestros hijos tengan la idea equivocada de que somos su billetera o un cajero automático. Es que mientras las mamás saben bastante bien que sus chamacos son suyos —después de todo, los cargaron en su vientre por nueve meses—, los papás lo sabemos porque tenemos toda nuestra confianza en nuestras esposas. Y eso creo que es mejor.
Que ni qué, la confianza beneficia las relaciones matrimoniales. Es más, muchas otras cosas importantes.
Ciertamente no somos los únicos, pero es el padre quien suele encargarse de infundir confianza en los hijos. Mientras una madre suele esconderles los cerillos, el padre suele invitarlos a prender el carbón, avivar el fuego y participar en asar la carne sobre la parrilla. Mientras una madre les ordena, cuando van a la playa, jugar sólo un ratito con la arena —«¡y no se ensucien mucho!»—, el padre suele acercarlos al mar y les enseña inclusive a echarse clavados en olas grandes y en lo hondo. Tal vez no por los motivos más nobles como la educación, tal vez porque quiere descansar un poco cuando está en casa, pero es él quien suele decirles a los niños que vayan afuera a brincar y disfrutar del sol, en vez de mantenerse encerrados bajo techo. Al final, suele ser él quien les da la confianza necesaria para salir del nido y asumir responsabilidades propias en su vida.
Los papás —quienes, como dije, no tenemos otra opción que salir a trabajar— requerimos de esa confianza. Todos los días debemos atender a desconocidos. Requerimos de un modo u otro un “salto de fe” en nuestro trato con la gente. Sin éste, sería difícil cualquier tipo de acuerdo o negocio con ellos. Es gracias a ejercitar esta viril confianza que los ciudadanos fincamos en gran medida el desarrollo económico y político del país.
Ojalá los papás también ejerzamos esta confianza en nuestra relación con Cristo. Aunque, para bien, ya no es lo más frecuente, es triste ver sólo mujeres en las iglesias, como si fuera el templo un asunto exclusivo de ellas. Es entonces que se me ocurre que Jesús decidió que fuesen hombres los sacerdotes para asegurarse de que también los varones estemos siempre presentes allí. En fin, que nuestra virtud de la confianza brille ahora con la estupenda iniciativa del Rosario de Hombres, y, ¿por qué no?, con la Adoración al Santísimo al menos cada semana. Hay que darles mayor promoción en México.
Si infundimos la confianza en el ánimo de nuestros hijos, ¡qué mejor que sea en el acercarse a Papá Dios y en el cumplimiento de sus hermosas promesas.