Editorial
Un poema de Emily Dickinson relata cómo no hay un barco más ligero ni caballo más rápido para llegar a tierras ignotas, universos desconocidos y admirables como un libro. La literatura nos hace ser nosotros mismos, ser de otro modo, y ser más.
Por todos lados, se oye decir que el libro está de bajada. Que ya nadie lee (lo cual es una paradoja: usted está leyendo) y que existe un complot universal para dejar en manos de las redes sociales el tiempo que antes “gastábamos” en buscar un libro, tenerlo en la mano, sentarnos bajo la sombra de un árbol, al caer la tarde, y pasar morosamente las páginas de una narración que nos conmueve.
Ejemplos en la historia hay muchos, ejemplos de transformación a partir de un libro, una frase, una intuición compartida. El de San Agustín (“Toma y lee”) que le dio al cristianismo uno de sus grandes pensadores; el de Rubén Dario, un niño pobre de Nicaragua que se topó con la biblioteca pública en su pequeña localidad, fruto del empeño de un hombre que apostaba por la cultura, y que se convirtió en el poeta más importante de habla hispana en el siglo XIX… Pero en su casa, usted debe tener una historia qué contar. Y esa historia puede ser el antídoto contra las redes sociales y contra el “pantallismo” que le está comiendo el asombro a nuestros niños. El niño –desde Platón lo sabemos, y cada día lo corroboramos—es un filósofo. Pregunta por qué. Y en esa pregunta va el inicio de toda filosofía. El que pregunta se asombra. Y busca respuestas no en Google, sino en su entorno inmediato. Cuando no las encuentra acude a un libro, a sus mayores, a alguna autoridad. ¿Quién es la autoridad en Google? Nadie.
No los privemos, no nos privemos de correr la aventura triple del saber, de la belleza y del amor. Aquello que está en la literatura de todos los tiempos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de junio de 2023 No. 1459