Por Sergio L. Ibarra

Recientemente la humanidad pasó la barrera de los 8,000 millones de habitantes en medio de una vertiginosa evolución tecnológica, informática y urbana que pone en jaque a cada uno de los que ya estaban y a los que llegan a este mundo del siglo XXI.

Este siglo experimenta las consecuencias de las mayores manifestaciones de violencia contra la vida humana, lo que no han logrado las pandemias o la peste, lo hicieron la primera y la segunda guerra mundiales. Los cuestionamientos a las tradiciones sociales y morales iniciaron con los pensadores existencialistas hace poco más de cien años Fue hasta la década de los sesenta en que las sociedades dieron un grito en contra de las guerras, la industrialización y la sordera de los líderes políticos y empresariales.

Paulatinamente se ha dado una crisis en la siempre bien denominada célula de la sociedad y no necesariamente valorada: la familia. Las sociedades de los países ricos, en su afán competitivo, redujeron la esperanza de formar una familia en las siguientes generaciones. Formar una familia con todo lo que ello implica. Los chicos de los tiempos de hace un siglo buscaban una pareja en sus comunidades inmediatas y aprendían los oficios locales. La globalización y el internet han propiciado que familias, cada vez más pequeñas, se distancian por la migración de los hijos, en su afán de tener un porvenir económico y un buen empleo en lugares distantes a sus hogares.

Estas situaciones han traído una creciente conformación de parejas con orígenes y con culturas distintas. Hasta ahí no habría problema, el asunto es la pérdida de identidad y el desarraigo que estas y otras circunstancias producen en la sociedad. El desarrollo económico de las siguientes generaciones se ha ido haciendo cada vez más complejo. La cuesta arriba para las generaciones actuales desalienta a cualquiera. Tanto tienes, tanto vales, se ha convertido en una máxima con la que, con más frecuencia de la deseable, se valora a una persona.

El alejamiento de la moral, combinado con la materialización y el consumo en que está envuelta la vida actual, tiene efectos que minan la esperanza de aspirar a una buena vida, del bien ser y el bien hacer. Honrar la verdad se ha convertido en un valor insignificante. La mentira se ha apoderado de los medios, de la academia, de la vida empresarial y no se diga de las instituciones.

¿Qué podemos esperar de nuestra juventud con una identidad diluida, que tiende a vivir aislada y que además aprendió a mentir y justificar desde por qué llegan tarde a una cita o no entregar una tarea a tiempo, hasta la autocomplacencia para ser parte de la corrupción generalizada, que se ha apoderado de no solo de la vida productiva?

Cuando la familia entra en crisis, la sociedad también. Henri Nouwen (1932-1996) sacerdote católico holandés que escribió más de 40 libros es un ejemplo de comunicación católica. En una de sus obras nos dice: ¿Por qué solo nos acercamos a nuestros conocidos en vez de acompañar a alguien que está solo en un comedor? ¿Por qué será tan difícil mostrar una sonrisa o brindar palabras de alivio? ¿Por qué nos ignoramos los unos a los otros?

El entorno volátil, incierto, complejo y ambiguo que se ha acrecentado con la pandemia demanda un periodismo que provoque la reflexión, que señale caminos hacia el encuentro con uno mismo y con los demás, que propicie la disertación de asuntos que eleven la moral tan pisoteada, que ahuyente este temporal de mentiras e infamias digitales, que recuerde que quien se lanza en la búsqueda de la verdad, conquista la libertad.

Maité y Jaime queridos, gracias por estos 28 años.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de julio de 2023 No. 1462

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