Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
En diversas ocasiones el cardenal Carlo Ma. Martini, arzobispo de Milán, manifestó su deseo de terminar sus días de estudioso de la Biblia en Jerusalén; igualmente, el Papa J. Bautista Montini, primer Romano Pontífice en visitarla, no excluyó la posibilidad de residir en ella. “Ciudad santa” para judíos, musulmanes y cristianos, Jerusalén se yergue en la historia de la humanidad como emblema de felicidad y de tragedia, de muerte y resurrección. El nacionalismo judío no impidió al autor sagrado expresar en el salmo 87 su deseo de que un día “de Sión (Jerusalén) se diga: todos han nacido en ella, pues el Altísimo en persona la ha fundado”.
Todos los cristianos allí tenemos la fuente originaria de nuestra fe. Aunque de origen muy anterior, Jerusalén aparece en la Biblia como la ciudad de Melquisedeq, el “rey de paz”, ligada estrechamente a Abraham, no sólo por haberla rescatado de manos de reyezuelos vecinos, sino sobre todo por el sacrificio de Isaac, en el monte “Moriah”. Será empero David quien, al conquistarla, la marque con su nombre, como “ciudad de David”, y su hijo Salomón quien, con la edificación del templo, la eleva a símbolo de unidad nacional y religiosa: Una tierra, un pueblo, una ley, un templo, un Dios.
“Ciudad bien compacta”, donde Dios ha puesto su morada y establecido sus tribunales de justicia y asentado su santidad, se convirtió en lugar de peregrinación de las tribus del Señor que, cantando, encuentran su felicidad pisando sus atrios y postrándose ante su Dios. Tanta gloria se derrumbó por la apostasía de sus sacerdotes y la incredulidad de sus reyes, a grado tal, que el profeta Isaías no encontró lugar sano en ella desde la coronilla de la cabeza hasta las plantas de sus pies. Se hizo así merecedora del repudio divino, tanto o más que las maldecidas Sodoma y Gomorra.
Entre descalabros y glorias proseguirá su historia hasta la llegada de Jesucristo, quien, al reconocerla como santa por la presencia allí del templo, la “Casa de su Padre”, tendrá que censurar a la clase sacerdotal por haberlo convertido en “cueva de ladrones”, y cuya destrucción, entre lágrimas, tuvo que anunciar. En Jerusalén tendrá lugar el “momento culminante de la historia”, la muerte redentora de Jesús, cuyo sacrificio en el madero fue juzgado como maldición divina, pero que, envuelto en su amor, se tornó en fuente perenne de misericordia y de perdón. Desde allí, con la fuerza vivificante del Espíritu, el Evangelio se esparció por el mundo entero.
Esta imagen y lenguaje bíblico ha sido siempre para el cristiano fuente de inspiración y aliento de su esperanza en su caminar hacia la Patria común, ahora llamada “La Jerusalén de arriba”, la celestial, donde se nos prepara el banquete y la celebración de las Bodas del Cordero con su Esposa, la Iglesia. Esta visión verdaderamente humanista, es decir, hecha a la medida del hombre, imagen a la vez de Dios, descrita en el Apocalipsis, podría ayudar a recuperar la convivencia fraterna tan lastimada en la urbe moderna. El documento de Aparecida nos lo recuerda: “El proyecto de Dios es la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén”, engalanada como una novia que se adorna para su esposo, que es la tienda de campaña instalada entre los hombres” (Ap 21,2). Este proyecto en su plenitud es futuro, pero ya está realizándose en Jesucristo. La Iglesia está al servicio de la realización de esta Ciudad Santa, a través de la predicación y vivencia de la Palabra, la celebración de la Liturgia, de la comunión fraterna y del servicio” (Cf 515s).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de julio de 2023 No. 1465