Por P. Fernando Pascual
Surgen propuestas en la familia, en el trabajo, entre amigos, en la parroquia, en la asociación de vecinos.
Uno propone cerrar las ventanas temprano para evitar el calor del verano. Otro propone un buen método para ahorrar en la compra de billetes de tren. Otro lanza la idea de incluir en los desayunos fruta fresca.
Las propuestas suelen ser analizadas en sus puntos fuertes o débiles, en su mayor o menor interés para el grupo, en sus costos y sus beneficios, en su facilidad o sus dificultades.
Luego se toman decisiones. Unas propuestas resultan acogidas, otras quedan rechazadas o, al menos, “aparcadas” para un futuro no muy preciso.
Nos gusta, en general, ver cómo lo que proponemos es visto como interesante, es atendido, incluso es aceptado.
Pero no siempre proponemos buenas ideas, o los demás no comprenden a dónde lleva esa propuesta, o analizan el asunto de manera diferente, en ocasiones incluso con presupuestos contrarios a las nuestros.
Desde luego, necesitamos mantener siempre una actitud abierta, de escucha, para comprender las propuestas que hacen otros, o para abrirnos a los juicios que hacen sobre nuestras propuestas.
De este modo, si nuestra propuesta resulta rechazada, buscaremos entender de la mejor manera posible las razones de la negativa, y pensaremos cómo “atinar” cuando hagamos la siguiente propuesta.
Si es acogida, no pensaremos que hemos triunfado, sino que fuimos capaces de ofrecer a otros un proyecto que, según parece, tiene motivos de interés e involucra a los demás para unirse al mismo.
Lo importante es evitar que surjan heridas en quienes no ven sus propuestas acogidas, para que por encima del “no” sepan que cuentan siempre con el cariño y apoyo de todos, y que hay muchas otras maneras para seguir adelante, unidos en aquellos proyectos que sí fueron aceptados y que, esperamos, sean de ayuda para todos.
Imagen de Alisa Dyson en Pixabay