Por Arturo Zárate Ruiz

En noviembre pedimos especialmente por los fieles difuntos y meditamos los novísimos, lo que ocurre en nuestro día final: la muerte, el juicio, el infierno o el Cielo.  Como se cierra el año litúrgico y se celebra el triunfo de Cristo Rey, recordamos en este mes que la vida es breve, que nos debemos preparar para morir en santidad y así nos sea posible gozar de la visión gloriosa de nuestro Señor.

En cuanto a los novísimos, tal vez sea más fácil meditar sobre el Infierno para fomentar nuestra conversión. Describirlo es muchas veces efectivo para asustar al más renegado; además, no es complicado pintarlo con base en situaciones dolorosas que hemos ya experimentado.

Sin embargo, nos dice san Agustín, «es más fácil decir qué cosas no hay en el cielo, que decir qué cosas hay»; decir, por ejemplo, que no habrá ya dolor, que decir que viviremos en un estado perfecto de beatitud.  San Pablo, refiriendo lo que será vivir en el Cielo, advirtió que se trata de «lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman».  Tan poco detalle de lo que ocurrirá a los elegidos, y el hablar del Cielo como cielo, conduce a descripciones suyas, podríamos decir, poco atractivas.  La imagen más común es la de cada santo, de pie, todo tieso, con una pequeña lira, y con alitas como si fuera “angelito”, parado sobre una nubecita per saecula saeculorum.  ¿No se le dormirán las pantorrillas?  Hasta chistes hay sobre la conveniencia de mejor elegir el infierno, “más divertido”.

Permítanme un atrevimiento, imaginar el esplendor del Cielo.  Para ello sirve destacar nuestra relación actual con Dios y con los santos: al encomendarnos a ellos lo hacemos de manera muy personal, y entendemos que nos escuchan y atienden, no en montón, sino a cada uno por separado, de manera muy íntima, de corazón a corazón.  Sin embargo, lo hacen al mismo tiempo con muchos millones de personas que los invocan, lo que implica que Dios y los santos, para bendecir a cada cual, de manera muy individual, se multiplican, por decirlo así.  O por decirlo de otra manera, ocurre la “bilocación”.

La bilocación consiste en que una persona se ubique en dos lugares diferentes al mismo tiempo.  Entonces son capaces de interactuar de forma normal en cada uno de los dos entornos, con posibilidad de experimentar sensaciones y manipular inclusive objetos físicos.

Se ha dado con algunos santos cuando se encontraban aún en este mundo.  Santa María Madre, antes de su asunción, y todavía radicando y presente en Jerusalén con muchos de los apóstoles, se le apareció a Santiago en España, para animarlo en su anuncio del Evangelio.  San Martín de Porras, el pobre hermano laico de Perú, era capaz de viajar a Francia, China y Manila a través de la bilocación.  San Juan Bosco fue visto por uno de sus sacerdotes en España mientras Bosco vivía en Turín, Italia.  San Antonio de Padua era capaz de estar en dos iglesias al mismo tiempo que estaban a varios kilómetros la una de la otra. El don de la bilocación de san Francisco Javier le ayudaba en sus viajes misioneros, predicando a indígenas de múltiples lugares al mismo tiempo.  San Alfonso Liborio, enfermo en Nápoles, se bilocó y asistió al moribundo papa Clemente XIV en Roma.  La hermana Aimée de Jesús, religiosa agustina radicada en Francia, se presentó al mismo tiempo en el cuartel de Hitler para invitarlo a la conversión y advertirle sobre su derrota final con gran detalle. San Pío de Pietrelcina fue visto por todo el mundo a lo largo de su vida, incluyendo una mujer que lo vio en Estados Unidos mientras él estaba en Italia.  No sólo se bilocó, también levitó y desvió aviones norteamericanos que descargaban bombas sobre Italia, así evitando que destruyeran San Giovanni Rotondo, donde residía.

En el Cielo, pienso yo, tendremos esa capacidad de bilocación de los santos.  Platicaremos a la vez con todos ellos, pero con cada cual, por separado, corazón a corazón.  Intimaremos así con muchos amigos, y, por supuesto, con Dios cara a cara. Todo será amor, amor, amor.  No así en el Infierno donde todo será desconfianza, soledad, abandono, odio, amargura.

 

Imagen de Amor Santo en Cathopic


 

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