Por P. Fernando Pascual
Desde tiempo inmemorial los seres humanos han juzgado algunos comportamientos como buenos y otros como malos.
La mentira, la traición, el adulterio, la vagancia, el robo, la agresión física arbitraria, la impiedad… La lista de acciones y comportamientos que han recibido condenas morales es enorme y se extiende por todos los pueblos, si bien con matices diferentes.
Ello muestra cómo la experiencia ética tiene algo de universal. Al mismo tiempo, la universalidad de esa experiencia no coincide con una universalidad de contenidos.
Porque, como se constata hoy, y se constataba en el pasado, algunos consideran como bueno el aborto y otros malo; unos alaban a quienes rehúsan participar en el ejército y otros los condenan como traidores.
La diversidad de contenidos no destruye la universalidad del fenómeno ético. Simplemente muestra que no todos ven ni juzgan los comportamientos de la misma manera.
Constatar la coexistencia de la ética como fenómeno humano y la diversidad de juicios concretos lleva a la búsqueda de parámetros válidos que permitan evaluar lo que unos y otros declaran como bueno o como malo, y así poder distinguir entre quien tenga la razón y quien esté equivocado.
Porque si un pueblo considera correcto apedrear a los traidores y otro pueblo piensa que toda pena de muerte sería inmoral, uno de esos dos pueblos (o tal vez los dos) estaría lejos de una buena visión ética.
Hoy, como en el pasado, formularemos juicios sobre nuestros propios actos y sobre los actos ajenos. Declararemos buenos algunos y malos otros.
No podemos evitarlo, porque es parte de nuestra condición humana: poder distinguir entre el bien y el mal en el ámbito ético, y aspirar a que el mal poco a poco sea erradicado para dejar espacio al triunfo del verdadero bien humano.