Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
Aquel hombre vivía enamorado de las cosas. Todas le fascinaban, todas las compraba. Es verdad que la mayor parte eran cosas inútiles, pero eran cosas. Y no podía sustraerse a su encanto. De tal manera los muebles, las consolas, las lámparas, los electrodomésticos invadieron su hogar, que las cosas lo arrojaron a la calle. No había quedado ni un rinconcito libre para que él pudiera vivir ahí. Tal es el argumento de El nuevo inquilino del comediógrafo francés Eugenio Ionesco, a quien han graduado de padre del teatro del absurdo.
El absurdo está en la vida mucho más que en el teatro. Porque tratamos a las cosas como si fueran personas, y a las personas como si fueran cosas. Es la hora loca de la cosificación del hombre y de la personificación de los objetos. Importa más atender el automóvil último modelo que la esposa de modelo bastante atrasado. Importa más la máquina que quien la maneja y el dinero mucho más que la honra.
Hay gente que trabaja y vive casi exclusivamente para comprar cosas, para saturarse de cosas y gastar en boberías. Que los candeleros de batería para la cena íntima. Que el reloj musical en forma de corazón, y la faja correctora del estómago y las copas de cristal cortado y el juego de esquiar que exige el hijo mayor.
La casa es un atiborrado museo, pero un museo que nadie puede gozar. Quítate los zapatos que manchas la alfombra persa, ordena la patrona. No eches ceniza a los ceniceros, que son de plata. Vénganse a cenar a la cocina para no maltratar el comedor de chapa de nogal. Deja ese vaso de cristal de Murano y toma agua en este jarro de Tlaquepaque. Se repite El nuevo inquilino y el teatro del absurdo.
Todos queremos todo sin saber bien a bien para qué lo queremos y si en verdad lo necesitamos. El adinerado se allega fácilmente cosas y más cosas, le basta firmar un cheque. Pero el otro, el presumido, tiene que gastar el dinero que no tiene, trabajar a marchas forzadas, estrenar una úlcera y quedarse sin tiempo y sin salud para gozar las cosas que adquirió con tanto desvelo.
Sí ya sé que un mundo de cosas nos es necesario. Con tal que dejemos de lado las necesidades artificiales que nos alejan de las personas y de uno mismo, porque el consumismo acaba por cosificarnos. Basta que aceptemos únicamente las necesidades naturales que nos dejan cerca de los hombres, de la amistad y de las relaciones personales.
Solo cuando Francisco de Asís se despojó de unas riquezas que le estorbaban para ser libre, pudo decir esta frase definitiva que no fácilmente el hombre moderno, tan cosificado, podría hacer suya para vivirla: “Yo necesito muy pocas cosas; y las pocas que necesito, las necesito muy poco”.
Artículo publicado en El Sol de San Luis, 21 de octubre de 1991.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 5 de noviembre de 2023 No. 1478