Por Rebeca Reynaud

“El hombre es lo que es ante Dios, y no más”, decía San Francisco. 

A veces no alcanzamos a ver la importancia de ser sinceros siempre. Hay libros que nos ayudan a reflexionar. Uno de ellos es el libro De la tierra prometida a la tierra del delito, donde John Pridmore –el protagonista- le dice un amigo:

– Me he pasado los últimos tres años de mi vida intentando ser perfecto en vez de intentar ser yo mismo. Me he dado cuenta de que Dios no nos pide ser santos de plástico, quiere que seamos quien realmente somos.

En otro momento John se da cuenta de que a algunas personas no les gusta que hable de la confesión a los jóvenes porque eso les parece demasiado exigentes. Pero hay que ser contundentes, como decía la Madre Teresa, ya que cuanto más categóricos seamos con la verdad, más lo sería Dios con sus milagros.

Un muchacho de mala conducta le dijo a John:

– No sabía que Dios pudiera amar a alguien que ha sido tan malo.

Contesta John:

– Dios nos ama aunque seamos pecadores. Todas las personas que están en el Cielo han sido pecadoras, y todas las que están en el infierno, también. La única diferencia es que los del Cielo pidieron perdón a Dios. Todos nuestros nombres están escritos en el Cielo, y la única persona que puede borrarlos es uno mismo con sus elecciones.

En julio del 2004, Juan Pablo II decía a unas personas en Castelgandolfo: “Cristo está siempre en medio de nosotros y desea hablar a nuestro corazón”, y es posible escucharle “meditando con fe la Sagrada Escritura, recogiéndonos en la oración o deteniéndonos en silencio ante el Tabernáculo, desde el cual Él nos habla de su amor”. Luego explicaba que “escuchar la Palabra de Dios” es la actividad “más importante de nuestra vida”.

Las cosas no son malas porque son pecado, sino que son pecado porque son malas, aunque al principio no nos hagan daño. Haciendo el mal nunca se acaba obteniendo el bien.

El mayor obstáculo para escuchar la palabra de Dios, dice Raniero Cantalamessa, es la tentación de convertirnos en jueces de los demás. “Además de los obstáculos exteriores impuestos por la vida moderna, se da un ruido más peligroso: el que dentro del corazón obstaculiza la escucha de la Palabra de Dios: el juzgar a los demás (…) Este ruido silencioso del corazón habría que acallarlo en ocasiones casi con violencia” (Zenit, 18 VII 2004).

San Agustín enseña: “para los enfermos vino Cristo, y a todos los encontró enfermos”, de manera que “creerse sano es la peor enfermedad” (Sermo 80, 4 y 3). Todos necesitamos convertirnos cada día. (Cfr. Carta 14.II.97, nn. 17-20). Podemos decir a la Virgen una jaculatoria: Virgi fidelis, ora pro nobis! 

Si a veces tropezamos, podemos rectificar. Si hacemos una tontería hay que enseñar el golpe, la llaga, y luego hay que dejar que nos curen. A poco que luchemos el Señor nos inunda de su gracia. Tenemos la experiencia de lo que hace una buena confesión: es un remedio colosal. Erasmo de Rotterdam decía: “la conversación es medicina para un ánimo apesadumbrado”.

La sinceridad, dice Ignacio Celaya, es la veracidad del hombre en sus íntimas y personales relaciones con Dios, que pasa a través de un justo y objetivo conocimiento propio. La sinceridad de vida se apoya en el testimonio de la conciencia (leer 2 Cor 1,12), “de haber procedido con sencillez de corazón, y sinceridad ante Dios”.

No es fácil juzgar rectamente de la moralidad de nuestras acciones, porque en el ser humano hay la tendencia a ver las cosas propias según las disposiciones morales (eso dificulta el conocimiento propio).

“La profundidad del pozo de la miseria humana es grande –dice San Agustín—; y si alguno cayere allí, cae en el abismo. Sin embargo, si desde ese estado confiesa a Dios sus pecados, el pozo no cerrará su boca sobre él… Hermanos, hemos de temer esto grandemente… Desdeñada la confesión, no habrá lugar para la misericordia” (Enarr in Ps 68, 1,19).

Es más eficaz sacar lo bueno que llevan dentro los demás, animándoles en lo que hacen bien, que llenarles la vida de negaciones. El ambiente de sospecha complica las relaciones, es ocasión de divisiones y hace perder el sentido de la realidad. Repasar con qué ojos vemos a los demás; si conocemos las virtudes de los que nos rodean.

Puntos fuertes y débiles

Cuentan que una vez en una pequeña carpintería hubo una extraña asamblea, fue una reunión de herramientas para arreglar sus diferencias. El martillo ejerció la presidencia, pero la asamblea le notificó que tenía que renunciar. ¿La causa? Hacía demasiado ruido y además se pasaba todo el tiempo golpeando a los demás. El martillo aceptó su culpa pero pidió que también fuera expulsado el tornillo, pues había que darle muchas vueltas para que sirviera de algo. Ante el ataque, el tornillo aceptó también, pero a su vez pidió la expulsión de la lija, pues era muy áspera en su trato y siempre tenía fricciones con los demás. La lija estuvo de acuerdo, a condición de que fuera expulsado también el metro, que siempre estaba midiendo a los demás según su medida como si fuera el único perfecto. En eso entró el carpintero, se puso el delantal e inició su trabajo, utilizó el martillo, el tornillo, la lija y el metro, y finalmente la tosca madera inicial se convirtió en un hermoso juego de ajedrez.

Cuando la carpintería quedó nuevamente sola, se reanudó la deliberación, fue entonces cuando tomó la palabra el serrucho y dijo: Señores ha quedado demostrado que tenemos defectos, pero el carpintero trabaja con nuestras cualidades, y eso es lo que nos hace valiosos. Así que no pensemos más en nuestros puntos malos y concentrémonos en nuestros puntos buenos. La asamblea encontró entonces que el martillo era fuerte, el tornillo unía y daba fuerza, la lija servía para afinar y lijar asperezas, y el metro era preciso y exacto. Se sintieron entonces un equipo capaz de producir y hacer cosas de calidad se sintieron orgullosos de sus capacidades y de trabajar juntos.

Algo parecido sucede con los seres humanos. Cuando en un grupo las personas buscan a menudo defectos en los demás, la situación se vuelve tensa. En cambio, al tratar con sinceridad de percibir los puntos fuertes de los demás, florecen los mejores logros. Es muy fácil encontrar defectos, cualquier tonto puede hacerlo, pero encontrar cualidades, eso es lo que vale.

La sinceridad lleva a darse a conocer con humildad. Manifestando las disposiciones interiores. Sinceridad con Dios, con nosotros mismos y en la dirección espiritual. Si somos sinceros, cegamos a Satanás.

 
Imagen de Maria Tsupa en Pixabay


 

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